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La ballena blanca

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Antonio Agredano

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Hace unos años me presenté al casting de Supervivientes. No me cogieron. A cambio me hice cuenta en Twitter. Viene a ser lo mismo. Una pandilla de esmayaos dándole mucha importancia a cosas que apenas tienen importancia. Con la vida adulta pensé que las cosas valiosas caerían por su propio peso, como la fruta lasciva por ser devorada. En la realidad, todo se mezcla. Lo grande y lo pequeño. Desde la titularidad de Isco al ingreso en prisión de un representante político hay sólo un paso que recorremos con la elegancia de una bailarina moldava. Yo creo que mi apasionamiento es sólo culpa de mi incapacidad para priorizar emociones. Cada mañana, cuando abro el Twitter, me siento como un San Sebastián asaeteado.

“El fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes”, dijo Valdano anticipándose a todos. Ya ni siquiera nos gusta Valdano. Cuando él llegó, el fútbol tenía una literatura suburbial, deslavazada. Ahora ya nos aburre el argentino. Por madridista, dicen algunos, ¡como si los argentinos pudieran ser otra cosa que argentinos! La vida es un esto y un lo otro interminable. Llenar de matices lo que no admitiría ni un burdo subrayado. De todo se cansa uno, pienso, cuando veo infidelidades entre parejas deliciosas. Cuando empecé a escribir de fútbol estábamos quince locos ordeñando a una vaca que apenas daba leche. “No te pega que te guste el fútbol”, me decían por leer libros. Lo contó Miguel Pardeza antes que yo, en una lectura que hizo en Córdoba, presentando una pionera antología poética sobre fútbol, en el Cosmopoética de hace un puñado de años. “Cuando venían compañeros del Zaragoza a cenar a mi casa y veían que tenía estanterías llenas de libros me preguntaban «¿Para qué quieres tanto libro?». Y claro, cuando contestaba «para leerlos» se creían que estaba de broma”, nos dijo el delantero. Leer libros es la única forma que conozco de ordenar mis emociones. El fútbol es la única forma que conozco de desordenarlas. En ese equilibrio vivo.

A mí, lo que verdaderamente me gusta, es que me cuenten el fútbol. Soy así de perezoso. Cuando me vienen con los números, la posesión, los tiros, el porcentaje de acierto del centrocampista, la altura de la presión en metros… no sé dónde meterme. Es como si para hablarme de uno de mis libros preferidos, Moby Dick, me hablaran de la portada, el grosor del papel, la tinta utilizada, los centímetros de sangrado hasta la numeración de página, el cosido, el modelo de silicona que une los cuadernillos. ¡Es una ballena blanca! ¡Háblame de la ballena blanca y qué esconde ese loco del Capitán Ahab!

Quizá defiendo lo antiguo. Quizá nací viejo y cascarrabias. Como un Benjamin Button que se niega a rejuvenecer. Que prefiere estar siempre así, suspicaz, alerta y marchito. A lo mejor el fútbol de ahora necesita todo eso. Los datos y los gritos. Ya no nos gusta nada porque quizá no comprendemos nada. Nos plantan una moción de censura enclenque, libidinosa, patizamba y hay quien la defiende. Nos roban, nos engañan, nos llevan de un lado a otro como billetes sudados en el sostén de una vieja. Hacen con nosotros lo que quieren. Nos dicen por aquí y es por allí y cuando vamos para allá nos dice que no, que es para acá. Y mientras, la vida, sigue imparable y cruel. Tan cuesta arriba como lo fue siempre. Sólo el dinero crea certezas, abre puertas, reconforta y envilece. Los tiesos tiesossolo somos ricos en el patrimonio de la emoción. El sentimiento cuartea la realidad. Hiela y destruye. Quema y engendra. Sentir es lanzarse con una venda al laberinto. No hay hilo al que sujetar con ternura, dejándolo escapar entre los dedos, seducidos por la luz al final de los pasillos oscuros. Sentir es lo único que tengo. Sentir de una forma pueril, ingrávida, letal. Amar, comer, follar, jugar, cantar, reír. Es que ni eso nos queda ya, que para hablar de fútbol tengo que andar con la calculadora en la mano para saber si canto gol como un demente por culpa de la posesión inferior o debo simplemente chasquear los dedos frente a la tele, o que Valdano dice que no ha sido penalti o que fulanito adquirió su madurez como lateral en el Wycombe Wanderers.

“Todo esto es acerca de un lugar / muy frío / llamado persistencia”, dejó escrito Eduardo García. En la narración del fútbol, en su suavísimo relato, siempre está la amenaza del empate. Un partido equilibrado suele ser un partido intrascendente. El fútbol, como la vida, brilla más en el exceso. Los que hemos tocado fondo sabemos que sin el contacto con el suelo es imposible asumir el salto. El empate es al fútbol lo que las lasañas congeladas, los informativos de Antena 3 o las repeticiones de Gym Tony son a la vida. Ese estatismo aséptico, que ni risas ni llantos, ni vértigo ni comodidad. El empate es esa vida atravesada por la nada. Esa elegancia paralizante. Ese señorío inane. Desconfío del que bebe con moderación, desconfío del que se compra la ropa en el C&A y desconfío del que da por bueno el empate.

Ganar por goleada y tirar el último penalti a lo Panenka. Ganar por goleada y lanzar un caño al rival en el último minuto. Ganar por goleada y encararte con la grada rival. Ganar por goleada y centrar de rabona. ¡Yo que sé! Hemos estado en el suelo tantas veces que, cuando estás arriba, no hay que disimular. Si le ganamos al Mirandés esta semana estaremos muy cerquita de escaparnos de la quema. Ni Hervás, ni Cruz, me conmueven lo más mínimo. La nostalgia es un travesti con el armario lleno de boas de colores pero sin ganas de salir al escenario. Tampoco mandar al Mirandés al pozo me hace temblar el ánimo. Entiendo que las emociones son esquivas, inasibles y confusas. Quizá confundo supervivencia con ingratitud. Pero si debo empezar por algo, empezaré por la miseria de la victoria, y por el amargo rencor al rival. Empezaré por el estruendo, el pataleo, la hipérbole. El terror. La culpa. La mejilla que tiembla, la uña que se quiebra entre mis dientes. Esas cosas que son el fútbol. Que eran el fútbol. Cuando los cuentos eran cuentos y no un impostado código moral en el que no se sabe muy bien si quiere follar con pasión o quiere, estadísticamente, ser follado.

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