Viviremos en la mierda, pero somos las reinas
Estaba viendo corretear a mis hijos por la zona de juegos del McDonals del Guadalquivir cuando me abrazaron a traición. Pero un abrazo siempre se agradece. “Yo a este profesor lo trato como a un amigo porque él me trató a mí como a un amigo” , le dijo a la niña que iba agarrada de su brazo, a lo que ella contestó “pues en mi instituto todos son unos chupapollas”. Intenté explicarle que mi trato fue el habitual de profesor-alumno, pero que me halagaban sus palabras. Lo que ocurre es que aquel no es un instituto normal. Aquel centro reúne a todos los parias de la zona pobre de Córdoba, con el objetivo que el resto de los institutos de alrededor sobrevivan. “Casi todos los profesores tenían miedo y así es muy difícil trabajar e imposible mostrar cariño” a lo que él contestó con una mueca de entendimiento.
Este chico era uno de los pocos que se salvaba. Muy mala boca, pero buen fondo. Dichoso me informó de que “me he sacado el carné de conducir y quiero encontrar trabajo de repartidor”. No saben ustedes lo raro que es eso en esa zona en la que todos conducen, pero sin permiso. “¿Y tú, tienes trabajo?”. Le contesté que sí, pero a cien kilómetros. “¿Y vas y vuelves todos los días?. Estás loco”. Le señalé a mis dos mocosos. “Tengo que volver a casa para estar con ellos”, le razoné.
“¿Y por qué no vuelves al instituto? Es el mejor de todos” No quise contestarle. No quise herirlo diciéndole que prefería estar dos horas y media en la carretera todos los días a volver a ese infierno en el que la impotencia y la cruda realidad me quitaron siete kilos en los primeros tres meses.
Cuando se fue me quedé pensando en el papel que juega el azar en la vida. La fortuna de ese chico hubiera sido radicalmente distinta de haber vivido quinientos metros más al norte o, incluso, si sus padres hubieran conocido que el instituto del otro lado de la calle no era un reformatorio como donde lo metieron. Probablemente ahora estaría empezando la universidad, conociendo otras posibilidades y otras chicas que no dijeran “chupapollas” en cada frase. Aún así, con un poco de suerte, no conocerá la cárcel, a la que muchos de sus compañeros están abocados. No hay frase que mejor defina aquel hábitat que el título de esta entrada. Me la dijo una niña de 1º ESO al poco de empezar aquel curso. Su cara era de orgullo absoluto. Juzguen ustedes mismos. O mejor: no lo hagan.
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