La revolución de la ignorancia
Imaginaos que nos despertamos una mañana, un 1 de enero cualquiera, y nos damos cuenta que en realidad, no sabemos nada. Nada de nada. Y aceptamos que somos unos ignorantes.
Tal vez este momento epifánico fue el que tuvo Sócrates hace unos 2.400 años cuando soltó su; “Sólo se que no se nada”. Sabía mucho. Alumbró su completa ignorancia. Y la enunció.
La cosa no mejoró en unos 2.000 años hasta que otro listo pegó otro perdigonazo a la evolución humana. René Descartes se levanta una mañana, seguramente con algo de resaca de la absenta, y dice; “Pienso luego existo”. René, que era físico, matemático, filósofo y listo a reventar, era consciente de que no sabía nada de nada de nada. René no estaba seguro ni siquiera de su propia existencia. Hasta ese día, en el que se da cuenta que lo que lo pone sobre la faz de la tierra, y lo diferencia de una piedra o una oveja, es su capacidad de pensar, averiguar cosas y ser crítico con lo que cree saber.
Para vislumbrar y reconocer tu propia ignorancia hasta ese punto no hay que ser listo, hay que ser un puto genio. Ese día Descartes inauguró lo que llamamos “la revolución científica” y de paso inicia el periodo de La Ilustración.
En realidad lo que empezó a cundir fue la idea de que éramos unos ignorantes. Que nadie sabía prácticamente nada de lo que le rodeaba y, ni mucho menos, del interior de sí mismos. Que todo lo que sabían eran dogmas escritos por alguien, repetidos hasta la saciedad por incontables y beligerantes portavoces y que más bien, sonaban a cuento chino.
Se creían que lo sabían todo, pero todo era prestado, y no sabían nada.
Como ahora.
La ventana de Overton.
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