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El virus del nacionalismo

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Alfonso Alba

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“Todos somos hijos de un mismo sol y tributarios del mismo arroyo”. Esta frase de Manuel Azaña, presidente durante la Guerra Civil de la II República y quizás uno de los políticos más brillantes y con más mala suerte de la historia de España, la repitió el martes en el Congreso Mariano Rajoy. Con ella, el presidente del Gobierno desarmó varios discursos, incluso el suyo propio, el del nacionalismo, que lleva inoculado como un virus latente en España y Europa desde el siglo XIX, y que de vez en cuando nos afecta, nos ciega y hasta nos tumba. E incluso nos puede matar.

Azaña, encarcelado tras la declaración del estado catalán dentro de la República Federal Española de Companys (estaba en Barcelona, aunque posteriormente quedó absuelto de todo), no se llevó bien con el nacionalismo catalán. Con ningún nacionalismo. Por supuesto, tampoco con el español, aquel que decidió matar a la mitad del país en un estallido de ese virus del que parece que seguimos sin recuperarnos. Solo hay que ver un síntoma: lo que pasó en Valencia con fascitas con banderas rojigualdas a modo de capa de Supermán aporreando a gente que no piensa como ellos.

Todos en la Península no dejamos de ser hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo. Tenemos ríos como el Tajo, el Ebro o el Miño que nacen en un país diferente y cuyas moléculas de agua sin saber qué es una frontera ni para qué sirven acaban desembocando en otro. Y un sol que se pone casi dos horas más tarde en Canarias de lo que lo hace en Barcelona. Pero sol al fin y al cabo.

Rajoy, creo que sin saberlo, acabó por desacreditar a los miles de españoles que se han echado a la calle con sus banderas, en una reacción de ese virus del nacionalismo que está gripando gravemente a un pueblo como el catalán, que gripó al vasco y que pudo gripar al gallego y al andaluz. El nacionalismo, en suma, se retroalimenta, y necesita al otro, al contrario, al archienemigo para crecer.

En Andalucía, por ejemplo, se ha apostolado mucho sobre lo que ocurrió en diciembre de 1978, cuando miles de ciudadanos se lanzaron a las calles con la bandera blanca y verde como arma (en manifestaciones que a mí siempre me han recordado mucho a las de Cataluña), pero se ha analizado poco en cómo todo aquello ha acabado en que somos, quizás, el lugar tras Madrid en el que más banderas de España se están exhibiendo.

En 1978, el Gobierno de la UCD negó a Andalucía ser “como la que más”, tener una autonomía por la vía rápida como Cataluña, Euskadi y Galicia. Andalucía se sintió humillada, de segunda división, por un gobierno en Madrid que miraba al Sur con condescendencia y por encima del hombro. Y la gente reaccionó, se echó a las calles y se ganó por la vía de la manifestación un referéndum para que Andalucía fuese como la que más.

En Cataluña, muchos se han sentido humillados por un presidente, el que ahora nos viene con lo de hijos de un mismo sol, que decidió llevar al Constitucional un Estatut idéntico al andaluz que había sido aprobado por los ciudadanos con amplia mayoría. Ahí empezó el agravio, y en el agravio seguimos. En el de los catalanes que se sienten como Madrid no los quiere, y en el de los no nacionalistas que viven en Cataluña o el resto de españoles que ven como esos nacionalistas tampoco los quieren. Es como el frío y la lluvia para el virus de la gripe. La humillación y el agravio constante favorece el virus del nacionalismo. Y nosotros sin vacunar.

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