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Pasar del caimán, dejar de llamarla Mezquita

Alfonso Alba

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En publicidad hay un concepto básico: una vez que consolidas una marca, un nombre, ni se te ocurra tocarlo, cambiarlo, modificarlo, eludirlo, o estarás muerto. Ya saben, la Coca Cola sigue llamándose así desde el principio de los tiempos, a pesar de que su primera palabra (Coca) venga de la chispa de la vida con la que se fabricaba la primera bebida (la cocaína).

En Córdoba, parece que a quien sea no le gustan los nombres y las cosas que siempre han definido a esta ciudad. Un obispo, que no es de Córdoba, decidió un día que la Mezquita no era una mezquita, sino una Catedral, y ya está. Por la gracia de Dios, el edificio más singular de España (busquen otro lugar que signifique tantas cosas a la vez) dejó de ser la Mezquita, o la Mezquita Catedral, para convertirse solo en Catedral. Los argumentos eran tan peregrinos como simples: allí se practica desde el siglo XIII el catolicismo y por tanto no es una mezquita ni de coña, no vaya a ser que venga un jeque de esos que tanto aplaudimos cuando veranea en Marbella y nos convierta a todos al islam.

Ahora, en ese intento extraño por cambiar las tradiciones, el Ayuntamiento ha decidido que en la Fuensanta no hay un caimán, sino una virgen, que es patrona de Córdoba y que tiene que ir en procesión a bendecir a la ciudad precisamente hasta la Catedral. Así, sin anestesia. De un día para otro, la considerada como segunda feria de Córdoba (en eso tiene razón el alcalde, en que no sólo es una fiesta del barrio pero que, recuerdo, estaba muy bien organizada por los vecinos) se transforma en una especie de revival de la Semana Santa, de procesiones fuera de temporada, de magnos recorridos de magnas patronas, de una virgen a la que los niños, los que estarán aquí en el futuro para decidir qué hacen con la Velá, no le ponen cara.

Sin embargo, pregúntenle a esos niños si conocen al caimán. Si les da miedo cuando van a verlo al Santuario y le preguntan a sus padres que qué hace ahí ese bicho colgado, medio podrido ya. Sus padres, entonces, le cogerán de la mano y le contarán la leyenda (que es bonita pero mentira, como todas las leyendas) de que el caimán remontó el Guadalquivir, sembró el pánico en la ciudad, se escondió en las huertas y mató a gente a la que se comía. Pero llegó un cojo que fue más listo, lo despistó con un mendrugo de pan y le pegó en la cabeza con su bastón hasta que lo mató.

Esta leyenda, como el nombre de Mezquita, ha pasado de padres a hijos, de abuelos a nietos, durante generaciones (el caimán es casi contemporáneo a Colón), pero claro, lo mismo este Ayuntamiento no tiene una Concejalía de Tradiciones Populares, sino de Nuevas Tradiciones.

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