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Máster en desigualdad

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Alfonso Alba

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Cuando todos pudimos estudiar una carrera gracias a las becas públicas (que te quitaban si suspendías) surgió un universo paralelo para perpetuar la desigualdad: los másters. De repente, estudiar en España era accesible. “El hijo del obrero a la Universidad”, gritaban en la Transición ante los grises. Y así ocurrió. Nadie que no pudiese se quedó sin su oportunidad: estudiar una carrera si verdaderamente estaba capacitado para hacerlo.

La universidad pública funcionaba. Los títulos universitarios servían para abrir un camino de oportunidades a gente que de lo contrario habría tenido que heredar el oficio de sus padres. Hasta hace unos años, ser un titulado era garantía de tener una oportunidad para acceder al mercado laboral. La crisis y quizás la excesiva oferta frente a una menguante demanda provocó que muchos de estos universitarias acabaran formando un ejército de trabajadores pobres y ocupando puestos para los que estaban sobrecualificados.

Por eso, se inventaron los másters. Para perpetuar la criba. Los propios medios de comunicación contribuyeron a ellos. No podías trabajar en este o en aquel periódico nacional si no habías cursado previamente su máster, que era carísimo. Para pagarte un máster, o tenías a un padre rico o directamente tenías que trabajar (juas) para financiarlo.

Mientras muchos de esos universitarios entraban en el mercado laboral desde abajo y tenían que abrirse paso desde la base, los másters abrían algunas puertas de manera mágica. Como siempre, el hijo del obrero que había podido ir a la Universidad no dejaba de ser eso, el hijo de un obrero que estaba en un lugar que quizás no le correspondía. Para cribar, y no para otra cosa, se crearon esos másters.

A pesar de ello, y siguiendo el modelo americano, muchas familias decidieron endeudarse hasta las cejas y gastarse el dinero que no tenían en pagarle a sus hijos esos valiosos másters que supuestamente le iban a abrir unas puertas inaccesibles. Y pagaron. Vaya que si pagaron. Y siguen pagando.

Los másters no son fáciles. Hay que estudiar. Mucho. Quizás no tanto como en una carrera, pero hay que preparar un Trabajo de Fin de Máster (el famoso TFM que Cristina Cifuentes no encuentra) que es un curro inmenso y que por supuesto hay que aprobar. Aún así, y después de tenerlo, a estas alturas de la película tampoco te garantiza nada.

Que la gente esté cabreada con Cifuentes y todo lo que está pasando no se puede explicar pensando que se haya llevado un euro a su casa, sino que ve cómo por mucho que se esfuercen, por mucho dinero que paguen, por mucho que se sacrifiquen en este país siempre hubo clases. La lucha de clases sigue existiendo. Y ya sabemos quién la está ganando.

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