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La guerra del taxi

Alfonso Alba

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En este mundo global, hay dos profesiones privadas que se resisten a la liberalización salvaje: el taxi y los estibadores. Sus profesionales, sobre todo los primeros, en su mayoría trabajadores autónomos, pagan sus impuestos en España, tienen unas tarifas que fijan los ayuntamientos y se someten a un mercado cerrado en el que no siempre salen ganando.

Esta semana, ha habido huelga de taxis contra la llegada de compañías como Uber y Cabify, algo que parece que ya no tiene marcha atrás. En la guerra abierta entre los taxistas de toda la vida y estas dos compañías hay quien quiere ver una lucha contra el progreso, como aquellos agricultores ingleses del siglo XVIII que en los inicios de la revolución industrial quemaban las máquinas que consideraban que venían para quitarles el trabajo. Nada más lejos de la realidad.

Uber y Cabify, como Airbnb, Google o Facebook, son compañías supuestamente colaborativas que tienen un objetivo principal: ganar dinero. Facilitan la vida de la gente, sí, pero su fin último es ese: ganar dinero. Y lo hacen como meros intermediarios, sin poseer nada, sino poniendo en contacto a la gente, a los que ofertan y a los que demandan, a través de internet. Es el capitalismo puro y duro, el liberalismo absoluto, regulado tan solo por la ley de la oferta y la demanda. Y ya está.

Ninguna de esas empresas paga impuestos en España. Perdón: los paga, pero de manera ridícula. A través de resquicios más o menos legales, tributan en países como Irlanda (que es Europa) con una fiscalidad casi inexistente. Los taxistas de toda la vida tributan en España. Además, al basarse en esa ley de la oferta y la demanda pueden ofrecer precios muy competitivos. Incluso, casi tan baratos como ir en autobús. A costa, claro está, de la rentabilidad para el conductor o el empresario local, que se las ve y se las desea para pagar los gastos y que le quede algo para vivir.

El taxi, aunque prestado por agentes privados, es un servicio público. El Ayuntamiento, que se supone que somos todos, fija sus tarifas. Uber y Cabify son otra cosa. Y van a llegar, porque en este mundo globalizado ya estamos viendo lo que está pasando, por ejemplo, con Airbnb en el casco histórico de Córdoba, que lo ha cambiado todo.

Los taxistas tienen que adaptarse a las nuevas tecnologías, está claro. Tienen que volcarse en internet, mejorar su radio taxi y ofrecer, en muchas ocasiones, un servicio más amable al cliente. La competencia, en estos casos, es buena, aunque ya sabemos que el liberalismo absoluto solo permite ser competitivo en una cosa: tirar los precios y, aquí está la madre del cordero, precarizar de manera colateral a los trabajadores.

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