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Dos veces en la misma piedra

Manuel J. Albert

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El estudiante de Historia metió la gorra roja y el delantal a juego en el cesto de la ropa sucia. Se lavó las manos con el jabón de la empresa -que apenas hacía espuma y en nada camuflaba el olor de las patatas fritas- y salió del restaurante de neón. En mitad de aquel descampado, liberó la bicicleta de la única farola que funcionaba.

Llegaba tarde. La biblioteca cerraba a las ocho de la noche y nadie sabía si volvería a abrir más. Salió pedaleando de aquel polígono industrial parcelado y habilitado hacía años pero que nunca se llegó a ocupar. Excepto, claro, por la sucursal franquiciada de comida rápida de carne de caballo en la que trabajaba a un quinto de jornada a razón de 50 céntimos la hora.

Cruzó pedaleando la ciudad a toda velocidad. Esquivó los cada vez más numerosos rickshaws que circulaban por las calles. La mayoría estaban arrastrados por mulas humanas a pie, aunque también estaban las lujosas bicicletas reconvertidas en calesas. Hacían servicios de taxis o carga de chatarra. O las dos cosas a la vez.

Y a pesar de que su número había descendido considerablemente, las calles olían más que nunca a motor de explosión. Más bien a la gasolina que quemaban. Los coches y los camiones más desvencijados recorrían con ruido de petardo las avenidas, sin reparar en los semáforos que llevaban años apagados. Uno de aquellos camiones pasó rozando al futuro historiador. Echaba un humo tan negro y apestoso que el ciclista tuvo que parar para toser y limpiarse los ojos.

Cuando se recuperó, el estudiante se tapó la cara negra con su pañuelo sucio anudado al cuello. Miró a su alrededor. Recordaba haber paseado por allí de la mano de su madre cuando era pequeño. Por entonces ya había mucha gente recorriendo las calles y rebuscando en los contenedores de basura. Se ayudaban de ganchos largos y finos de acero que les daba un aire bastante amenazador

Ya no había contenedores. Tampoco existía el servicio de recogida de basuras. Los desperdicios se dejaban en la calle. Así que la gente lo tenía más fácil. Pero como nadie tiraba apenas nada, para encontrar metal y otros trastos por lo que sacar unos céntimos, se arrasaban directamente las casa. Vacías u ocupadas, tampoco importaba. Y a juicio de las fachadas renegridas por el fuego, en esos bloques de allí ya había poco que buscar.

Llegó a la biblioteca a las siete y media de la tarde. Tenía 30 minutos hasta que cerraran las salas y otros 30 para entrar en el turno nocturno de limpieza. Trabajaba de noche en una empresa privada de la parte alta de la ciudad. El barrio amurallado. Varios cordones de alambre de espinos y un ejército particular de vigilantes a sueldo le rodeaba para protegerlo. El historiador cobraba 50 céntimos la hora.

Pero antes, de cumplir esas ocho horas diarias y de volver a su habitación compartida -de retrete compartido y ducha semanal, casi compartida- buscó aquel libro entre los anaqueles. Historia económica española. 2000-2050. La Gran Depresión. Autores ingleses y estadounidenses. No recordaba haber leído nunca el trabajo de un investigador español. De hecho, no recordaba haber oído nunca de alguno que todavía viviese. Nadie hacía ciencia en España, para alivio de muchos.

Encontró el capítulo que buscaba: Dos veces en la misma piedra. Las salidas a la crisis de Eurovegas y Barcelona World. Miró las fotos. Las de las aperturas de aquellos dos complejos monstruosos, sus rascacielos, los clientes fumando y perdiendo euros a raudales. También miró las fotos de los años siguientes, con los ministros firmando ayudas de dinero público sin fin, la famosa salida de los magnates y

políticos huyendo en helicóptero desde la azotea de un casino en llamas...

El siguiente capítulo se titulaba Tres veces en la misma piedra. El estudiante de Historia sonrió. Se hubiera partido de risa pero no le quedaban fuerzas. Como no sabía si aquella biblioteca volvería a abrir, metió el libro en su mochila. Tampoco lo iba a leer nadie más. Ni él era estudiante de Historia en realidad –la Facultad cerró cuando tenía 14 años- ni a nadie le había interesado nunca el pasado.

Cruzó la salida, ya a oscuras. Una pareja había hecho una pequeña hoguera quemando libros. Los más gordos y los más viejos, que ardían mejor. El estudiante no sintió nada. Se montó en su bicicleta y se marchó a cumplir su último turno. Al menos, al día siguiente le tocaba ducha, pensó. Y siguió pedaleando.

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