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La tapia

Manuel J. Albert

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Estas cosas surgen así. Primero es una vela. Unas flores. Un peluche. Luego dos, tres. Una montaña. Con el caso de Ruth y José ha vuelto a pasar. De forma espontánea y también porque había una cantidad importante de muñecos guardados para un acto en memoria del pequeño José, que en estas fechas iba a cumplir tres años.

Pero poco antes de su aniversario se supo que algunos de los huesos hallados en la finca de sus abuelos paternos en Las Quemadillas eran de un niño de su misma edad y otros de la misma de su hermana, desaparecida como él.

La mañana siguiente de conocerse la noticia, un centenar de personas se apiñó en la finca. Se mezclaban con los periodistas, que les observábamos en silencio o buscábamos ávidos el comentario más visceral (según el medio y el formato para el que trabajemos).

De forma espontánea o no, los muñecos de José terminaron amontonándose contra el portón de entrada a la parcela. Con ellos, fotos de los niños. Caretas con las caras de los pequeños. Imágenes de sus fiestas. Velas. Flores. Alrededor, dibujos infantiles, mensajes escritos con la letra y las faltas de quien acaba de aprender. Y finalmente, las pintadas.

Tuve que sentarme un momento en el suelo a escribir para el periódico mi primera crónica de lo que veía. Me apoyé en el mismo muro en el que se reproducían los grafitis. Olía a pintura de espray. Tres niños de unos 10 años buscaban desesperados un hueco donde dejar su mensaje. Yo les tapaba el más goloso.

“Ni hablar”, les dije, “es mío, estoy trabajando y no quiero que me asfixiéis con eso”. Ni me miraron más ni respondieron. Se fueron un poco más allá discutiendo qué poner y dónde. Optaron por los insultos y los deseos más sanguinolentos contra Bretón. Estaban muy excitados y no quedaron demasiado satisfechos con el resultado. Se veía poco.

Recuerdo que mientras escribía, no dejaba de cruzarse gente delante de mí. Cazaba conversaciones al vuelo con efecto Doppler. Una mujer, a la que imaginé madre de familia, acompañada de otro hombre –quien supuse que era su marido- hablaba de castigar al imputado de manera inmediata y lenta. Al modo medieval. Lo decía sin pizca de ironía o sarcasmo. Lo decía en serio.

Terminé de teclear. Despegué mi espalda del muro y mi culo de los jaramagos secos. Y ojeé los mensajes de la pared que una vez fue blanca. Aquella especie de vigilia diurna en memoria de Ruth y José se estaba tornando, en parte, en algo más. La justicia que se reclamaba ya no era la reglada, era la de la entraña. La pena de muerte. La tortura. La cadena perpetua. Los compañeros plumillas y foteros nos mirábamos de reojo. Alguno arqueaba las cejas. Otro se rascaba la cabeza. La mayoría queríamos salir de allí cuanto antes. Y yo el primero.

De camino al coche, uno de los chavales que suelen estar presentes en todas las manifestaciones o momentos importantes de este caso (declaraciones de Bretón y su familia en la puerta de los juzgados, por ejemplo) y al que hemos terminado conociendo de vista, me pidió que llevara de vuelta a Córdoba una señora mayor, cargada de bolsas de la compra, cuyas piernas cansadas apenas si la dejaban caminar. No entiendo cómo pudo llegar hasta allí desde su barrio, bastante alejado. Y juro que estuve a punto de responderles que no. Pero dije que sí.

En el coche, de camino, la mujer me contó que a pesar de la desgracia, la traumática desaparición de los niños le había hecho conocer a mucha gente que, como ella, se reunía en los momentos importantes para apoyar a la familia. Parecía que aquello la consolaba. Luego me dijo que lo que tenía que hacerse con Bretón era lo mismo que lo que él había hecho con sus hijos. “¿Matarlo?”, le pregunté. “Claro”, me dijo. Llegamos a nuestro destino. Se bajó con una sonrisa y dándome las gracias. Yo también le sonreí.

Hasta que cerró la puerta y arranqué.

No me gusta ir a Las Quemadillas. He ido mucho menos que la mayoría de mis compañeros periodistas pero creo que ya he superado mi cupo personal. No he vuelto a pasar por la puerta de los Bretón. Lo último que oí fue que alguien quemó los peluches.

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