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Sacerdocio

Manuel J. Albert

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El periodismo, decía Josep Martí Gómez, no es ni un oficio ni una profesión. Es un sacerdocio. Cuando era jovencillo y fantaseaba con convertirme en un plumilla, no reparaba mucho en esta sentencia lapidaria. Pero en cuanto conseguí que algún incauto me dejara manchar un periódico con lo que salía de mi cabeza, aquella frase, primero recordada en voz baja y, luego, repetida a voces como una letanía estruendosa, no dejó de hacer eco en el vacío de mi cráneo. El periodismo no es ni un oficio ni una profesión. Es un sacerdocio.

Hay un punto de amargura, ironía y neorrealismo italiano en la reflexión. Pero sobre todo, hay mucha verdad. Estoy seguro de que el periodismo no es el único oficio en el que las obligaciones laborales se imbrican tan estrechamente en el día a día de la persona. A decir verdad, creo que muy pocos trabajos escapan a ese principio monacal de entrega incondicional. Gusten más o menos, la mayoría de los oficios tienden a adherirse en la yugular del obrero hasta azular su tez, enrojeciendo sus ojos y acrecentado las bolsas bajo ellos.

Es domingo por la mañana. Ha sido un día relajado. Tengo colegas a mi alrededor que tenían planeado librar todo el fin de semana. No lo han hecho. Algunos le sacaron ayer fotos a Zoido y al alcalde. Otros se dedicaron hoy a meter notas de prensa. Algunos están contratados por sus medios. Otros son freelancers colaboratas. Y los menos, suicidas empresarios que han lanzado sus propios medios de comunicación, en mitad de la peor crisis económica de las últimas década.

Ninguno viste hábitos. Pero podrían. Y mañana, cuando llamen a maitines, allí estarán.

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