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Una isla

Manuel J. Albert

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En Huelva, conocí a un empresario que había comprado una isla en Portugal. Una isla entera. No sé de qué tamaño, pero lo suficientemente grande como para construir en ella una urbanización, con campo de golf incluido, como se estilaba en la época. Porque era otra época. Un pasado que parece muy lejano. Y no lo es tanto. Hablo de finales de 2006, cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades. O unos más que otros.

Aquel tipo era majo. No lo puedo evitar, a veces, la gente que diametralmente opuesta a mí, me resulta especialmente atractiva. Y el pequeño magnate lo era. No me sacaba muchos años, pero había aprovechado el tiempo bastante mejor que yo. Coche caro, casa cara. Y máximo responsable de una empresa constructora que había engordado de dinero a todos sus accionistas. Una de esas que se subió a la ola como los buenos surfistas: leyendo bien el mar, sabiendo antes que el resto que la onda llegaba, manteniendo el equilibro sobre la cresta y desapareciendo de nuevo sin un rasguño.

Eso último no lo sabía todavía. Aquel joven empresario y yo alcanzamos cierta confianza. Él conocía un sector del que yo sabía tanto como de física cuántica, así que de vez en cuando le echaba una llamada: que si una patronal de empresarios protestaba por las cuitas con un ayuntamiento, la súbita revalorización de unos terrenos baldíos, los intereses políticos de tal o cual concejal de urbanismo, que si me he comprado una isla en Portugal, pues mi nevera me devuelve un eco estruendoso...

Mis consultas eran interesadas. Y también lo eran sus explicaciones. Nadie pregunta o responde porque sí. Pero marcadas estas reglas básicas del juego, llegamos a cierta confianza. Así que me vino bien cuando Martinsa Fadesa se fue a pique y se llevó por delante Costa Esuri, una mega urbanización sin acabar, que ahí sigue, en Ayamonte.

En una de nuestras conversaciones sobre aquel tema, en agosto de 2008, cuando ya se veía que todo empezaba a tambalearse, le pregunté cómo le iba. “Bien”, me respondió, “en primavera vendí todas mi parte al resto de los socios. Ya no es mi empresa. Me voy a vivir a Inglaterra”. Creí que habría hecho algo ilegal y que huía del país. No, simplemente se dio cuenta de que los vientos del dinero habían cambiado. “Tengo otros proyectos en mente que no tiene nada que ver con la construcción en Inglaterra”.

Nunca más volví a saber de él. Pero alguna vez he pensado en sus socios -imagino que medio arruinados- y en sus trabajadores -supongo que en paro-. Pero sobre todo pienso en esa isla. ¿Seguirá allí o se la habrá comido la ola del surfista?

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