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Imbécil

Manuel J. Albert

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Sabía dónde estaba. Junto al lavabo. Siempre a mano, en su bolsillo o en lo alto del escritorio. Jugueteaban el uno con el otro. Sus dedos sobre la funda de plástico rígido. Su pantalla de cristal iluminado, reflejándose en la gafas de él. Aunque ya no. Porque sabía dónde estaba. Junto al lavabo. Quieto. Frío. Apagado. Lo olvidó allí hace tres días. Nunca habían estado tanto tiempo separados.

Más de dos minutos sin revisar el correo electrónico. Decenas, centenares, miles de tweets perdidos en la cascada. Todas las actualizaciones de estado de Facebook que había dejado huérfanas. Los recuerdos filtrados de Instagram que nunca podría recoger. Imposible participar en los debates interminables de caritas sonrientes, tristes, lloronas, bombas, pistolas y frutas soeces en WhastApp.

El primer síntoma fue la angustia. El segundo el miedo. El tercero la desesperación. En el coche, consciente de ir desnudo, recordó las cinco etapas de aceptación de la muerte de la doctora Elisabeth Kubler-Ross. La negación. Seguro que está en la guantera del coche. En el bolsillo del chaquetón. O tal vez se ha caído bajo el asiento del copiloto.

Tras varios conatos de atropellos infantiles, comprobando que no se encontraba en ninguno de esos sitios, arreció la segunda fase. La furia. Golpes contra el volante. Gritos de automutilación. Levantamiento del puño y salivajos. Calma. Calma. Podría volver. Tampoco es tarde. Solo un pequeño rodeo. No pasa nada. Sabe dónde estará. Pero el reloj le mira y le insulta. Tercera fase. Negociación. Tampoco vale.

Depresión. Se hundía. Ajustaba el espejo retrovisor a sus ojos, porque el volante ya le asomaba por encima del flequillo. La velocidad se reducía. Un carrito de la compra le adelantaba por la derecha. Y, finalmente, la quinta fase. Aceptación. Se aventuraba al abismo como había llegado al mundo. Desamparado. Indefenso. Desvalido. Iluminado por las rítmicas luces naranjas, echaba la vista a su soporte vacío. Como esperando un milagro. Pero no. No tenía móvil. De ningún tipo. Ni para cometer un crimen ni para llamar a alguien. Era un desgraciado. Un imbécil. Otro tarado movilizado más.

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