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Erratas

Manuel J. Albert

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Están siempre ahí. Aburridas. Displicentes. Y alertas. Aguardan, pacientes e indoloras, un nimio despiste, un ligero error. Se aprovechan de la atención dispersa, la falta de talento, las nulas lecturas y de aquellas que se hacen en diagonal. Se camuflan en la disgrafia, disfrutan de las prisas y la desgana. Alojadas en los correctores digitales de texto, se acarician pensando en las faltas de ortografía y experimentan un orgasmo tipográfico cuando, variando solo una letra en una palabra, dan la vuelta a su significado, al de la frase, al del texto completo y al Universo entero.

Son las erratas. Y las odio.

Me contaron una vez que un conocido medio nacional, al poco de instalar su flamante sistema informático en la redacción -con corrector de texto incluido- cometió el desliz de convertir al entonces primer ministro ruso Yevgueni Primakov en el señor Vagina Primorosa. Milagros de la tecla Enter, la opción de autocorrección y no repasar.

Yo tengo desactivada esa herramienta. Tampoco me hace falta. Tengo un don. Escribo con erratas. Y lo hago bien. Tan bien, que tengo otro don. Leo correctamente textos preñados de errores que yo mismo he redactado. No importa el tamaño de la fuente. Este mismo texto que está usted leyendo empieza a hacerme encerronas con una fuente Times New Roman calibre 72. Eses que desaparecen, vocales que no deberían estar ahí, verbos repetidos, intercaladas desahuciadas y minúsculas con delirios de grandeza al inicio de una frase. Vuelve a pasar. Cazo las que puedo mientras escribo, pero sé que otras muchas se me escapan en forma de verbos repetidos, palabras olvidadas o sílabas invertidas.

Escribir bien es una escabechina. Un puñetero desembarco de Normandía. Una playa de Omaha. Y cuando uno alcanza las últimas fortificaciones de la tesis que defiende, consigue enlazar las ideas, dar ritmo a los párrafos y afianzar los enganches entre ellos, ocurre lo peor. Mira hacia atrás, hacia la línea de costa y la descubre llena de subrayados en rojo flotando inertes en un texto sin sentido. Cierra los ojos, aprieta los dientes y sueña con que otra persona sea la encargada de catalogarlos, enumerarlos y corregirlos. Pero esa persona ya no existe.

Se me olvidaba. Tengo un tercer don. Echo de menos a gente a la que nunca he conocido. Sé que en los periódicos trabajaron profesionales que se dedicaban a repasar los textos ajenos en busca de errores. Eran los correctores. Nunca me crucé con ninguno. Pero les añoro. y así me va.

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