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10 años

Manuel J. Albert

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El 20 de marzo se cumplieron 10 años años del inicio de la invasión de Irak por parte de Estados Unidos y sus aliados. Hace cinco años, los responsables de aquella decisión, George Bush, Tony Blair... lo celebraron declarando que se sentían satisfechos por los logros conseguidos; diciendo que el país se encontraba mucho mejor entonces que antes y que, si tuviesen que mandar las tropas allí de nuevo para tomar el país de nuevo, lo harían sin dudarlo.

Recuerdo la mañana siguiente a cuando empezaron a bombardear. Y me acuerdo que me acordé de la mañana siguiente a cuando empezaron a soltar bombas en la primera guerra del Golfo, en enero de 1991. Cursaba primero de BUP y tenía un examen de matemáticas que, por supuesto, suspendí. Hace diez años, cuando comenzó la guerra, me pregunté si sería igual a aquella que había visto desde el sofá de mi casa, cuando era adolescente. Si se parecería a aquella guerra sin muertos ni sangre ni gente gritando ni niños llorando. Igual a aquella guerra extraña cuyas toneladas de bombas parecían caer con la precisión de un bisturí. Aunque fuese mentira.

La guerra que estaba a punto de empezar hace una década prometía ser mucho más emocionante. Mucho más cercana. La lección aprendida por los militares americanos en 1991 era sencilla y aparecía en los manuales no escritos de los productores de televisión desde hacía décadas. Sin imágenes, no hay historias; sin historias, no hay héroes; y sin héroes, no hay gloria que valga. En 1991, durante el desfile de la victoria, miles de soldados desfilaron por la calles y nadie se sintió identificado con ellos porque nadie los conocía. Fue una victoria coja. Un triunfo en falso.

Hay quien dice que la invasión de 2003 fue ideada por el gabinete de prensa del Pentágono para cerrar el trabajo a medio hacer de 12 años antes. Suturar y cicatrizar definitivamente la herida abierta en a finales de los años sesenta y principios de los setenta con la derrota de la guerra de Vietnam. Una contienda que pasaría a la memoria de los americanos por las imágenes, casi diarias, que emitían por la televisión los periodistas que libremente relataban los hechos que veían. Y lo que veían era la guerra de verdad; soldados muertos de miedo y muertos de verdad; civiles masacrados, ruidos, alaridos, violencia. Metralla.

El Golfo debía servir para resarcir aquellas sobremesas sangrientas de los estadounidenses y recuperar la imagen de primera potencia de su Ejército. Pero lo aséptico de sus noticias frustró la heroicidad de la operación. Hacía falta otra guerra para sacarse la espina. Irak sirvió para buscar un punto medio entre la manipulación oficial y el espectáculo propio de las televisiones. Así surgió la figura del periodista empotrado (embedded, en inglés). Corresponsales asignados a unidades de combate concretas con las que habían firmado contratos por los que se les permitía contar determinadas historias. Y otras no. Sólo aquellas que no hiciesen daño al interés general de la coalición.

El círculo se cerraba. Los militares terminaron de usar el infinito amplificador de los medios en su propio beneficio. Y nosotros terminamos de prostituir un oficio que ya había dado suficientes muestras de lo putero que puede llegar a ser. Ha habido periodistas independientes que han cubierto la guerra, ajenos a los dictados de los uniformes o los gobiernos. Pero muchos han muerto. No sólo a manos de los que intentaban silenciarles, sino de los salvajes que, escudados en su religión, identificaban una cámara o una libreta occidental con el enemigo a batir.

Sea como sea, este oficio de contar lo que pasa no deja de ser una triste víctima menor. Ahora es momento de efemérides, de cumpleaños y de balance. Tiempo de contar por encima los muertos y los heridos; de mirar sin piedad a los huérfanos y las viudas y de percatarse, con asombrada hipocresía, de los miles de desaparecidos. Días, en definitiva, de hacer caja y comprobar si la gasolinera del mundo, de la que dependen finalmente los bolsillos del planeta, bombea el oro negro al mismo buen ritmo que la sangre de sus vecinos. Porque éstos no han dejado de sangrar durante la último década. Y siguen.

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