Conversar
Los estudiantes de Historia del Arte en el Bachillerato o en la Universidad recordarán seguramente la “Sacra Conversazione”, la sagrada conversación que se establecía entre las figuras en el arte, abandonando el hieratismo y la rigidez medieval. Las figuras se volvían, así, humanas, verdaderamente cercanas, justo cuando el centro del mundo dejaba de gravitar sobre un Dios lejano y se centraba en un ser humano con pies en la tierra.
Salvando las distancias temporales y de concepto, se va abriendo paso la necesidad de volver a humanizar nuestras conversaciones, volver a mirarnos a la cara, notar el pulso, el brillo de los ojos o la mueca de disgusto o aprobación del vecino, de la compañera de trabajo, o de aquellos con quienes tenemos discrepancias.
Hemos vivido una conversión casi digna de San Pablo camino de Damasco y entramos con furor en todo tipo de redes sociales que parecían conectarnos rompiendo las barreras físicas. Y de hecho, nos han puesto en contacto con una cantidad de información y personas cómo en ningún otro momento de la humanidad. Es un logro histórico indudable. Pero mientras tanto, nuestra capacidad física de entablar relaciones verdaderas, incluso los límites físicos y temporales, de leer todas las noticias, los artículos, los tweets, los posts de Facebook o de blogs, o las miles de imágenes de Instagram, de todos los grupos de WhatsApp y Telegram, sigue siendo más o menos la misma.
Sin ningún género de dudas, nos ha permitido relacionar el mundo hasta el extremo de poder vivir en un lugar y tener una vida virtual ( y casi real, porque lo virtual ya tiene mucho de real) en otros lugares. Los que hablaban de aldea global andaban en lo cierto. En parte. Porque han creado muchas aldeas burbujas que repiten ecos.
Nuestras ciudades se basaban en la idea de una estructura física, cultural, económica y social en la que nos podíamos encontrar en el ágora, en la plaza. Así ocurría en la vida cotidiana y en los momentos de celebración o de crisis. Es en cierta manera la base física de la política, incluso, más allá de los sistemas de representación. Y no sólo las plazas, también los bares en España, los cafés o los tabacs en Francia, los pub en Inglaterra y tantos otros lugares donde se establecían las redes sociales, por citar ejemplo europeos cercanos que conozco.
De alguna manera, la conversación virtual se ha agriado mucho. Y eso que la mayoría de nuestros contactos son un espejo de nosotros mismos como decía el sociólogo Zygmunt Bauman. Forma parte de esa pendiente intolerante en la que parece que nos hemos metido. Y que tiene mucha relación con la deriva política del mundo en general, seguramente. Quién no tiene la experiencia de haber tenido un rifirrafe virtual que en persona se ha disuelto casi al instante. En los años de vida pública he recibido hasta amenazas físicas que, cara a cara, han desaparecido casi al instante.
Necesitamos volver a la conversación. A la física y corporal. Ocupar nuestro tiempo en hablar, dar un golpecito en la espalda, decir que no con la cabeza, escuchar con atención, a sonreí y emocionarse. No hay que desconectar del mundo, ni desenchufarlo todo. Las redes sociales son enormemente útiles pero no pueden sustituir a la vida. Simplemente, volvamos a dar su lugar y su tiempo a todo. La vida de las ciudades necesita de una conversación y un espacio público vivo y real. Cafés, bares, ateneos, tertulias, clubs de lectura, asociaciones de vecinos, peñas, centros cívicos y cualquier otro lugar que nos sirva para entendernos más y mejor. La salud de nuestras ciudades, la personal y la de nuestra vida democrática, necesita de más y mejor conversación, una “sagrada conversación”, pública y humana.
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