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Brujas helada

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Fidel Del Campo

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Un aliciente de países europeos como la bipolar Bélgica son sus primaveras de postal, pero no toda belleza deber ser cálida. La Brujas gélida de invierno impresiona. Los tonos del cielo cubierto pueden con todo. Árboles, ventanas, aguas de fuentes, canales y estanques se encapsulan en un tono blanquecino, a punto de hielo, tan fantasmagórico que encandila. Para mentes sureñas (recuerdo a aquel me decía que lo veo todo desde el albero y el azahar) no hay mejor contrapunto que esta ciudad de Flandes en hibernación.

Los objetivos son: ver a su gente, cruzar canales y parques, espiar por las ventanas y mirar fachadas e iglesias. La ciudad, fría y desolada en un primer contacto, irá dándote sorpresas y te hará olvidar en qué siglo vives.

Cosas que haría un día de invierno en Brujas

De casas. La arquitectura doméstica flamenca es la apoteosis del ladrillo. Casas con tejados a dos aguas sacadas de un cuento de Andersen, pero sin bruja. Ventanas sin cortinas, bajo las que las señoras colocan lo mejor del hogar en vajilla y floreros... tejas, buhardillas, cierres de madera, vidrio antiguo...

Si llegas a Brujas desde la estación de tren (recomendable pues está a un paso de Bruselas), no hay más que meterse en el centro, intramuros. Es un conjunto de anillos de calles y canales protegido por la Unesco. La culminación: la Grote Markt, o sea, la Gran Plaza, muy al gusto flamenco, con su palacio municipal y edificios gremiales. Mandan las construcciones del XV y XVI, cuando la ciudad era reina del comercio por su conexión, vía canal, con el mar. La adyacente Plaza Burg remata el poderío de Brujas, hecha por y para los burgueses, cuando los europeos del norte inventaban el capitalismo mientras nosotros gastábamos el oro americano en guerras de religión (siempre tan juiciosos nuestros gobernantes)...

Hay que pararse y hacer foto en Rozenhoedkaai, una encrucijada de calles y canales, desde donde se ven algunas de las más bonitas torres del centro.

Meterse en un convento y en una iglesia. Otro nombre complicado: Begijnhof. A simple vista es un pequeño pueblo, aislado de la ciudad pero metido en ella. Ha alojado por siglos a una comunidad de religiosas autosuficientes. El recinto conserva buena parte de su esencia, muy influenciada por el minimalismo protestante, aunque estemos en tierras provaticanas. Verás casas de ladrillo encaladas, inmaculadamente blancas, repartidas en una gran extensión de verde y arboleda. Quedan los alojamientos de las monjas, casas de caridad, la iglesia...

Otra parada pía: la Iglesia de Nuestra Señora. Un edificio gótico del XIII. Presume de tener una escultura de Miguel Ángel, una Virgen con el Niño, para ser exactos. Lo más bonito, su entorno. La rodea un sendero que lleva (atención, románticos) al Puente de los Amantes. Conduce a un precioso parque, congelado por estas fechas frías y encajonado en pleno centro histórico.

Ir de canales. Ojo. Brujas no tiene la profusión de canales de Amsterdam. Pero son bellos y perfectos. Siempre están jalonados por casas, comercios y paseos. Hay además una buena colección de puentes. Los reflejos del agua, los ladrillos, los árboles sin hojas y las casitas son la extenuación de cualquier psicópata de Instagram y sus filtros diabólicos. Las guías destacan cuatro canales. Me quedo con el Rozenhoedkaai, donde está el muelle mencionado antes y el Groenerei, con abundante colección de puentes.

Museos de arte y rarezas gustosas. Si te gusta la pintura flamenca, fascina: el Museo Groenige con obras desde el medievo hasta el neoclasicismo. Y luego dos sorpresas: Museo del Chocolate, con toda la historia de este alimento, en una casa del XV. Y…Museo de la Patata Frita. Sí, los “frites”. Otro alimento traído por nosotros y convertido en manjar belga-flamenco. Es otra vivienda medieval donde se recrea la historia de la fritanga patatera. Curioso y divertido. Y para los amantes de la bebida nacional, la cervecera local, De Halve Maan, enseña sus históricas y gustosas instalaciones.

Ingerir deliciosas megacalorías y beber cerveza gourmet. Fuera regímenes. Flandes es calórica. Debe serlo en inviernos a punto de nieve. Hay cientos de quesos, estás junto a Holanda, carnes de calidad, hechas siempre en cantidades ingentes, en parrilla o en espesos guisos. Compotas, pasteles... exquisito pescado y los siempre presentes mejillones, guisados en múltiples variantes. A esto, únele la cerveza. Son cientos las variedades. Dulces, amargas, picantes. Ligeras, espesas. Blancas, tostadas, rubias... hechas de trigo, centeno o cebada, con aditivos como la frambuesa. Léete las cartas y pide consejo, las hay para cada plato, como los buenos vinos. Soy fan de un bar donde ofrecen más de 300 junto con un menú de platos antifrío, tan contundente que tienes energía para 48 horas. Su nombre, Cambrinus. Otro sitio, la T Brugs Beertje. Hay menos comida, solo snacks tipo patés, quesos y cositas saladas, pero tiene la mayor y dicen que mejor carta de cerveza.

Muralla y molinos. La verás circundando la ciudad vieja y te gustará. Se recrea entre parques y estanques. Entre ellos, el Lago del Amor: paraíso de esos animales tan antipáticos, los cisnes. La muralla de Brujas conserva torreones, puertas y un tono guerrero y simple que va con el carácter de esta ciudad, de gente autónoma, sin ganas de que les ordenen desde fuera y poco gustosa de aparentar excesos de grandeza. Extramuros están los molinos. Kruisvest, al este de la ciudad, es un punto aconsejable. Allí hay cuatro bien puestos y conservados, algunos visitables. Las vistas son de postal y el paseo reconforta espíritu.

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