Tengo la enorme suerte de tener un sitio a donde he vuelto cada verano de mi vida. El mismo sitio. Así que, durante todos estos años, ambos hemos evolucionado juntos. Ahí es nada. Por ejemplo, cuando paseo por la mañana temprano y voy en busca de los churros, resulta que son los mismos que hace cuarenta años me comía después de toda una noche de lumumba y “The last dance” de Donna Sumner. Es como el eterno retorno a una vida igual, pero diferente.
Hay días que cuento los años y me embarga la nostalgia. Como hoy. Otros, la mayoría, me siento afortunada. Poder revivir toda una vida con intensidad, como si fuera el presente, es un privilegio. ¡Qué suerte de memoria selectiva tenemos los humanos! La capacidad de olvido sobre lo que nos hirió es un don impagable. Eso sí, como cualquier don, hay que ejercitarlo para disfrutarlo.
El caso es que en este eterno retorno veraniego del que les hablo, mi leit motiv siempre fue el amor. El agua que pasa por un río nunca es la misma, diría Heraclio. Sí, pero el río de la vida está ahí y aunque nunca fuera el mismo amor, siempre fue el amor, o el desamor y sus emociones. Cada verano.
El verano es el momento de aparcar las obligaciones diarias, aunque fuera ir al colegio, empezar -o terminar- la carrera, encarar el primer trabajo o, como ahora, casi el último. Es enfrentarse a uno mismo, sin excusas. Y es cuando esa percepción más íntima y nítida de uno, te regala el recuerdo de momentos que merecen toda una vida.
Al primer hombre que recuerdo en verano es a mi padre. Aquel bigote a lo Errol Flynn y aquel pelo ondulado engominado en la orilla del mar, llamándome para ir al agua con él. Yo le miraba embelesada haciéndome la interesante, convertida en esa Electra que casi todas llevamos dentro. Luego, llegarían los demás.
Amores castos y epistolares que te hacían volver corriendo de la playa para rebuscar en el buzón la carta escrita con tinta azul de enamorado; los que te cogían tímidamente de la mano entre castillos de arena; los amores de playa y tablas de surf a la hora de la siesta, hasta llegar a los de las noches mágicas de moragas y besos robados a la luz de la luna.
Los veranos siempre tienen el nombre del amor que fue, o del que, siéndolo durante un tiempo, acabó. En realidad, era lo mejor que podía suceder. El verano de Juan, el de la ruptura con Pepe, el del flechazo con el chico del bañador turbo azul brillante… y bla, bla, bla. También están los veranos del amor con una misma. Muy importantes. Los de saber, por fin, la importancia de quererte para poder seguir cuidando y amando a los demás.
Y cuando miro a mi alrededor, nada ha cambiado, más allá de que lo que fue tierra y arena, hoy son jardines; que los árboles recién plantados ahora me cubren de sombra; o que donde hubo cañaverales, ahora hay carreteras. El mar, ese mar donde mi padre me bañaba en sus brazos, sigue siendo el mismo. Vitamina para el alma y purificación. Y, de fondo, el amor. Siempre el amor.
El verano no admite medias tintas. En verano, o te enamoras (o reenamoras una vez más), o miras a tu lado y sabes que es el final, sin solución de continuidad. La indiferencia en verano no es una opción. Nunca.
Pronto llegará septiembre. Aún están a tiempo de ponerle nombre a este verano.
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