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Los hilos de la cometa

Redacción Cordópolis

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La carrera de Terrence Malick desde “La delgada línea roja” (“The Thin Red Line”, 1998) hasta “To the Wonder” (2012), y aventuramos que también en sus próximas películas, plantea tantos desafíos como tentaciones, desafíos a la hora de intentar entender y explicar la evolución o involución de uno de los “golden boy” -aunque sólo fuera para la crítica- de la mitificada generación de cineastas norteamericanos que debutaron en los años 70 (aunque en realidad Malick tuviera menos en común con ellos que con cualquiera de los grandes nombres de la Fox durante la dirección de Darryl F. Zanuck), y tentaciones a la hora de reverenciar o masacrar demasiado apresuradamente una obra que, guste o no, presenta una innegable singularidad dentro del cine industrial norteamericano.

El cine de Malick antes de “La delgada línea roja” se podría explicar fácilmente sólo con mirar lo que le estaba sucediendo al cine de su país durante los años 70 y con repasar atentamente “City Girl” (F.W. Murnau, 1930) y la obra de King Vidor. “Malas tierras” (“Badlands”, 1973) y “Días del cielo” (Days of Heaven, 1978) son cintas a las que es muy fácil cartografiarles su mapa genético, tienen el impulso pero también las debilidades de ciertas obras de juventud y sin embargo aglutinan, tal vez por ello, un mayor consenso en torno a sus bondades cinematográficas. Pero tras veinte años de hibernación Malick volvió a un mundo, un país y una industria que poco o nada tenían que ver con el que abandonó en 1978 tras su rodaje en los trigales canadiense de Alberta. “La delgada línea roja” se podía calificar de muchas cosas, pero no como la última obra de un “revenant” que se había tirado veinte años muerto y volvía ignorando lo que le había pasado a la industria cinematográfica estadounidense -por no hablar de lo que le había pasado al público o al medio- tras la debacle de “La puerta del cielo” (“Heaven's Gate”, Michael Cimino, 1980). No hace mucho, tras el aburrido y previsible visionado de “El árbol de la vida” (“The Tree of Life”, 2011) -y evito calificarlo de decepcionante porque estaba convenientemente anunciado, y no precisamente por los asistentes a su pase en Cannes, sino por el propio Malick en su películas anteriores -volví a ver “La delgada línea roja”, no sólo para confirmar o refutar mis impresiones de aquel lejano viernes de 1999, sino sobre todo para intentar averiguar si el cambio se había producido en Malick o en mí.

“La delgada línea roja” tiene un carácter más rupturista que continuista, tiene más de primera película de un nuevo Malick que de tercera del joven autor de “Malas tierras” ahora ya crecido, eso me agrada y me sigue sorprendiendo. Tiene continuidad plástica y cromática con sus trabajos anteriores, pero narrativamente es algo nuevo y sus raíces son más intrincadas. Su filosofía panteísta -aún cuando Caviezel siga representando una figura crística- resulta menos excluyente que la cristiana, y aunque seriamente amenazadas, sus imágenes y palabras aún no están infiltradas por la new age, los libros de autoayuda, la publicidad y esos aborrecibles wallpapers del buen rollito. Recuerda por momentos la belleza de Dovzhenko [la huída de la guerra del protagonista para convivir con los aborígenes tiene algo del episodio lírico del viaje en barca del soldado herido de “Povest plamennykh let” (Yuliya Solntseva, 1961)]- y de Tarkovski [Malick resucita a su héroe en unas imágenes submarinas, de nuevo el agua, como hacía Tarkovski en el final de “La infancia de Iván” (“Ivanovo detstvo”, 1962)], lo cual, en 1998 y en un multiplex, no era moco de pavo. Sus fraseos poéticos (el coro de voces en off que permite a Malick y sus montadores experimentar con un estilo desligado de las servidumbres argumentales), sus elipsis y sus fugas la liberan de las convenciones genéricas, mientras que el mismo género y la novela de James Jones le aportan el marco de estabilidad al que regresar cuando las derivas de Malick comienzan a dar vueltas en círculo, cayendo en el pleonasmo y la redundancia.

Como la escena enigmática y sacudida por una extraña intimidad -nada falsa o torpemente cuartelera, como la que se gastan muchos de sus compatriotas- en la que Caviezel y Penn dialogan en medio de la Guerra del Pacífico en las ruinas de la casa del primero en USA (escena que hay que ver varias veces para apreciar que se trata, con jaula de pájaro incluida, de la misma casa que hemos visto en los flashbacks sobre la muerte de la madre del protagonista), “La delgada línea roja” muestra con melancolía y tristeza, pero sin amargura ni rabia, sus heridas dolientes y bellas por los crímenes cometidos en nuestra eterna condición de ángeles caídos.

Pero entre sus planos, especialmente en sus flashbacks, latía una amenaza, una búsqueda infructuosa de la imagen fijada en la memoria que aparecía caramelizada, glossy, una imagen manoseada, prostituida desde hace mucho y que hoy ya sólo sirve para vender productos de consumo o ideas de consumo -el Grial de los publicistas-. Esa amenaza, esa infección que se mantenía en los márgenes de “La delgada línea roja” y de “El nuevo mundo” (“The New World”, 2005), domina prácticamente “El árbol de la vida” y buena parte de “To the Wonder”.

El último Malick no es tan insatisfactorio como el anterior pero está aquejado del mismo virus, las imágenes (de luxe) son usadas para vender ideas, sensaciones y emociones más que para hacer que el espectador habite en ellas. Es además un problema de tensión entre gravedad y levedad, la misma que atesoran los cuerpos y personajes que encarnan Ben Affleck y Olga Kurylenko, se instala en el cine de Malick, por un lado su deseo de conseguir que sus imágenes bailen constantemente, se eleven, trasciendan, por otro la pesada gravedad que su discurso y la fatigosa mecánica del cine narrativo les acaba imponiendo. Su arranque es prometedor, aún con sus defectos (de nuevo la estética publicitaria, la imagen couché, eye candy) esas primeras secuencias reflejan bien los fuegos del amor naciente, los fogonazos en la memoria de las instantáneas turísticas y el vértigo del viaje [el Mont Saint Michel, como en “Saraba natsu no hikari” (Yoshishige Yoshida, 1968)]. Las imágenes vuelan, los cuerpos son gráciles, aún no asoma el relato, el cine de Malick privilegia el trabajo de cámara y montaje olvidándose -hace bien- del guión, es un cine impresionista y sensorial al que le sientan mal los frenazos en los que el relato se impone y hay que desarrollar los personajes y darle cuerda al nudo de la historia. Pero cuando éstos llegan a USA, a los paisajes horizontales, a los trigales (de nuevo “City Girl”) y a la luz de la hora mágica -o sea al territorio Malick- la película agoniza y muere. A pesar de que durante buena parte del resto del metraje el cineasta sigue echando al viento su cometa Kurylenko (hasta le quita los muebles de la casa para que el personaje pueda seguir bailando, de hecho cuando aparecen los muebles estalla el conflicto), ésta se ve arrastrada no sólo por la pesadez de su pareja y su mundo, sino, y principalmente, por el sometimiento de Malick a la estructura clásica de planteamiento-nudo-desenlace y por la reiteración de unas imágenes que bailan sin música, que revolotean sin gracia, que se consumen sin fuego.

Instalado el desencanto, los personajes de McAdams y Bardem no molestan más que el resto, el problema de fondo no está ahí. Es más, cuando todo está perdido y llevamos arrastrándonos más de una hora entre los peores fantasmas del cine de Malick emerge otra pequeña epifanía, otro de aquellos famosos fraseados de “La delgada línea roja” le permite encadenar uno de los mejores momentos de la cinta a cuenta de la caridad y gracias al personaje de Bardem...de ahí de nuevo a Kurylenko -mariposa sin alas tendida en los campos- para cerrar de nuevo con el Mont Saint Michel -recuerdo atesorado de un momento de armonía suprema- en un círculo imperfecto de donde sobra casi todo lo que obliga a Malick a permanecer apegado a su pasado, a la tierra, a la prosa, al relato.

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