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Camada bendita

Redacción Cordópolis

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Maps to the stars (David Cronenberg, 2014)

Parece fácil, y supongo que hasta divertido -a tenor de la frecuencia con la que algunos lo practican-, destrozar los reiterados intentos de David Cronenberg por explorar nuevas fronteras dentro de una obra, que además de muchas otras cosas, siempre se ha caracterizado por no temerle a los desafíos y sí al estancamiento. Ciertamente, alguien que firma A History of violence (2005), Cosmopolis (2012) y Maps to the stars puede ser muchas cosas, pero desde luego no un vendido o un acomodaticio. El último Cronenberg continúa con ese proceso que en los últimos años ha llevado al autor canadiense a proveer a su cine de una nueva carne, o más bien a descarnarse, en un intento por hacer que prevalezcan los elementos puramente cinematográficos (haciendo de sus contenedores corporales una extensión espacial de su arquitectura urbana cuasimetafísica) más allá, o por encima -porque algunas de ellas siguen estando ahí-, de esas otras constantes que hicieron de él un autor único.

Si alguien se toma la molestia de comparar cómo Cronenberg trabajaba el plano en la época de Shivers (1975), Rabid (1977), Scanners (1981), e incluso en la de The Dead Zone (1983) y The Fly (1986), y cómo lo hace en Cosmopolis o Maps to the stars se llevará una gran sorpresa comprobando cuánto y cómo ha evolucionado el canadiense desde los lejanos tiempos de Cinepix.

Las recientes mutaciones en la obra de Cronenberg provienen de la misma alteración genética -por utilizar un símil cronenbergiano- que gestó Videodrome (1981), Dead ringers (1988), existenZ (1999), pero sobre todo Crash (1996). No es descabellado pensar que los últimos Cronenberg, como la camada maldita de The Brood (1979), son los hijos mutantes de aquella inolvidable adaptación de la célebre novela de Ballard: parecidos contenedores corporales deslizando sus fantasías, sus deseos prohibidos, sus oscuros misterios, por similares pueblos y ciudades durmientes -incluso cuando parece que se está cociendo algo en ellas, como en Cosmopolis-, que en realidad sólo están ahí para seguir proveyéndoles de algún tipo de droga mental que los empuje a continuar en el juego, en la ficción, en el falso rol (de padre-marido-vecino ejemplar, de millonario, de hijo e hija, de hermano y hermana, etc.) que se retroalimenta ad infinítum.

Lo más interesante de todo esto es asistir a cómo Cronenberg interpreta estos conceptos a nivel puramente visual: sus encuadres metálicos, cortantes, precisos, perturbadores, son como un cazamoscas que fija a sus actores en la trampa; y desde luego no es caprichoso emplear el término trampa puesto que fuera del plano, en los límites de éste, siempre está acechando la violencia, muchas veces como representación de ese despertador que pone fin al juego y revela el disfraz, apelando a la conciencia social, moral, etc., que creíamos haber enterrado.

Maps to the stars no es una sátira de Hollywood, calificarla de tal sería más que una simplificación un insulto a las verdaderas intenciones de su autor. Probablemente el enfoque debería ser radicalmente diferente, entre otras cosas porque la cinta funciona infinitamente mejor si se piensa en Dead ringers que en The Player (Robert Altman, 1992); y Hollywood, como telón de fondo, no resulta menos marciana que el resto de poblaciones que han salpicado desde siempre el cine del canadiense. Podemos, gracias a Hollywood, gozar además del final que le aguarda al personaje de Julianne Moore (cliché de diva hollywoodiense, que trabaja como tal precisamente para regalarnos el disfrute de su asesinato), absolutamente cronenbergiano. Si pensamos en el enfrentamiento Moore/Wasikowska (diva de Hollywood vs niña mutante chez Cronenberg, cicatrices incluidas), como un combate Hollywood vs Cronenberg (o sea industria pesada y escritores liantes con materiales de desecho bajo el brazo vs auteur), está claro de parte de quién estarán nuestras simpatías y las del cineasta; también quién acabará imponiéndose, al menos hasta ahora.

Hasta existenZ, David Cronenberg solía firmar sus guiones, incluso cuando se trataba de adaptaciones (las novelas de Burroughs y Ballard, etc.); con la excepción de The Dead Zone -un encargo, al que Cronenberg se incorpora como asalariado-, donde es Jeffrey Boam en solitario quien adapta la novela de Stephen King, y M. Butterfly (1993), obra del propio autor de la obra teatral, David Henry Hwang. A partir de 2002 con Spider (libreto a cargo del novelista Patrick McGrath), rodada bajo mínimos a nivel salarial a costa de poder sacarla adelante, el canadiense pierde, en adelante, el derecho a escribir los guiones originales o las adaptaciones que van a nutrir el resto de sus obras, con la salvedad de Cosmopolis, donde vuelve a ser él mismo quien se hace cargo de la traslación a la pantalla de la novela de Don DeLillo. En este precipitado proceso de pérdida de derechos (que no es lo mismo, o no tiene porqué serlo, que pérdida de autoría) Cronenberg ha caído en las zarpas de Josh Olson (A History of violence), Steven Knight (Eastern promises, 2007), el temible Christopher Hampton (A Dangerous method, 2011) y Bruce Wagner (Maps to the stars), cuyo currículum es para echarse a temblar. Que Cronenberg haya salido no sólo airoso sino triunfante de al menos dos (A History of violence y Maps to the stars) de las encerronas por las que ha pasado, dice mucho sobre la capacidad que tiene para llevarse a su propio universo (a cuya plasmación, tanto han contribuido siempre los habituales Peter Suschitzky, Ronald Sanders, Carol Spier, Denise Cronenberg y Howard Shore, todos presentes en Maps to the stars) materiales, en principio, alejados de éste y urdidos por otros.

Como el mejor desprecio es no hacer aprecio, no malgastaré ni un renglón en hablar del argumento de Bruce Wagner. No me interesa -y afortunadamente a Cronenberg tampoco- Hollywood, ni tampoco los personajes de Julianne Moore (si no es para que acabe como acaba en la cinta), John Cussack y Olivia Williams, ni Carrie Fisher haciendo de ella misma, ni El Paseo de la Fama y las vistas turísticas, ni el Dalái Lama y la fascinación de Hollywood por el budismo y bla bla bla bla. Eso sí, no puedo evitar caer rendido ante la inmarcesible belleza y el brillo cegador de los niños mutantes cronenbergianos (Mia Wasikowska y Evan Bird): crisol de espectros, asesinos de pesadillas, perseguidores de quimeras. El emocionante final de estos nuevos dead ringers, en ese plano cenital que nos trae a la memoria la última obra maestra de Gus Van Sant (Restless, 2012), sintetiza lo mucho que Cronenberg ha tenido que cambiar para poder seguir siendo él mismo.

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