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Crispi y su historia de extraño amor en el Córdoba

Paco Merino

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“El Éibar es un equipo difícil y complicado, pero el domingo tenemos que ganar por juego o por el artículo 43. ¿Sabéis cuál es el artículo 43? ¡Por cojones!”. Con ese tipo de discursos cerró su última etapa en el Córdoba, allá por el 2005, en la que le tocó lidiar con una situación estrambótica: le encargaron salvar al equipo del descenso con una plantilla costeadísima -se ficharon jugadores para optar por subir a Primera- y él era el tercer entrenador del curso, después de Esteban Vigo y Roberto Fernández, dos famosos ex jugadores del Barcelona. Él apenas había pisado la Primera División, pero jugó en el Córdoba y lo entrenó antes. Tres veces, además. Siempre acabó mal, pero por esos extraños mecanismos que tiene el fútbol los destinos se volvían a cruzar.

A Crispi le llamó el dueño y le pidió que volviera. Y, claro, no pudo decir que no. Quien mandaba entonces en el Córdoba era el empresario Rafael Gómez. Pueden ustedes imaginarse cómo era aquello. Temporada 2004-05, celebración del cincuentenario del club... y caos elevado al cubo. A Crispi le despidieron de mala manera, como a los dos anteriores. Al que sucedió al carismático técnico no lo pudieron echar porque, directamente, se fue para no volver. Era el leonés Juan Carlos Rodríguez, que terminó la temporada -el equipo descendió- y en la segunda jornada del curso siguiente pidió la baja por un dolor de espalda. Nunca le volvieron a ver por Córdoba. “Quiero decirle a este personaje que sepa que en Córdoba no somos tontos, llevamos muchos años de fútbol”, dijo Crispi en su despedida. Sabía de lo que hablaba.

Siempre tuvo el don de estar en los sitios cuando realmente se cocían asuntos trascendentes. Para bien o para mal, él se encontraba allí. Ya fuera como futbolista o como entrenador, el nombre de Crispi forma parte de la historia de un club cuya particular filosofía de vida puede entenderse mejor si se repara en los avatares de un personaje singular. Rafael Alcaide Crespín, que nació en Sevilla, parecía alemán -su cabellera rubia, que cuidaba con celo, siempre le distinguió- y se crió en el barrio cordobés del Sector Sur. En El Arcángel hizo de todo. Empezó siendo un recogepelotas en la época de Roque Olsen, argentino que pasó por el Real Madrid antes de llevar al Córdoba a Primera División como campeón. Fue en 1963. Desde entonces, el club blanquiverde sólo se proclamó otra vez campeón. ¿Y saben quién estaba en el banquillo? Crispi, el recogepelotas. Pero antes de eso fue jugador. No fue mucho su balance estadístico, pero suficiente como para acumular episodios recordables.

El día que debutó como jugador en el Córdoba echaron al entrenador. Fue un 14 de abril del 68 en el viejo Atocha, ante la Real Sociedad. Crispi, con 19 años, salía al lado de mitos como Navarro, Juanín, Luis Costa o Simonet. El entrenador que le dio una camiseta de titular fue Marcel Domingo. Al final del partido le comunicaron al francés que estaba en la calle. El Córdoba perdió por 5-1 y le dio el testigo a Argila. Crispi no volvió a salir al césped aquel año. Los blanquiverdes terminaron salvándose. En la temporada siguiente jugó cuatro partidos más, los últimos con la camiseta del Córdoba en Primera. Un empate casero ante el Athletic de Bilbao y tres goleadas a manos del Elche, Sabadell y Atlético de Madrid. Siguió dos cursos más con la blanquiverde, ambos en Segunda. Su mejor año fue el 70-71, que terminó con el último salto del Córdoba a Primera División. Él no lo pudo disfrutar. Con 22 años, fue traspasado al Oviedo, de Segunda. Y volvió a subir siendo uno de los fijos del cuadro carballón... pero tampoco contaron con él para la élite. Después de aquello, coleccionó amargas experiencias -con descensos- en la Cultural Leonesa y el Linares, antes de fichar por el Tenerife. Seguramente allí terminó de convencerse de que dos de las cosas que más le gustaban en la vida eran ganar partidos y vivir en ciudades con playa.

Con el Córdoba vivió una historia de extraño amor. Estuvo en cuatro etapas diferentes como técnico y ninguna de ellas fue aburrida. Crispi logró en esos periodos formar un estilo propio, un sello de romántica cabezonería, siempre reincidente en su verdad, con teorías de piñón fijo y obsesión por los resultados. “Yo he venido aquí a ganar partidos, no a contar chistes”, dijo un día. Y al presidente de entonces le molestó. “El que quiera espectáculo, que se vaya al circo”, soltó otra vez. Y quien mandaba entonces también se sintió ofendido.

A Crispi no le gustaban los directivos entrometidos, de esos que bajan a la caseta antes de los partidos. El vestuario es sagrado y ahí siempre mandó él. Estadísticamente se le pueden hacer pocos reproches. En Segunda B convirtió al equipo en campeón de grupo y lo clasificó para la liguilla de ascenso; en Segunda A no lo hizo peor que aquellos a los que sustituyó, que en cualquier caso le dejaban como herencia un erial futbolístico gobernado por endiosados caciques de vestuario. A Crispi le criticaban sus planteamientos ultradefensivos, algo que le ponía de los nervios. Él sacaba muchos delanteros, como se encargaba de repetir en las salas de prensa cuando la jauría mediática le acosaba para que diera algún buen titular. Y él los daba. Le gustaba poner sentido del humor cuando todo el mundo andaba mosqueado, que era casi siempre.

Por cierto, aquel partido del “artículo 43”, un Córdoba-Éibar, terminó sin goles. En el equipo blanquiverde jugaba Pablo Villa; en el armero, Gaizka Garitano. Quién les iba a decir entonces dónde se encontrarían unos años después. El pasado sábado, uno salió despedido de su puesto de trabajo y otro como líder de Segunda. Crispi no volvió a ser primero ni a entrenar. Se le terminó el crédito pocas semanas después de aquel duelo. Le dieron el finiquito y nunca volvió a El Arcángel ni a ningún otro banquillo. Con 65 años, vive en Alicante y suele salir a pasear por la playa de San Juan. Allí, con el rumor del mar de fondo, recuerda aquel año en el que hizo al Córdoba campeón. Sólo lo ha sido dos veces en sesenta años de historia: una vez con Roque Olsen; la otra, con el chaval que le recogía las pelotas del fondo para mandárselas al pie, como le gustaba al argentino. Aquel niño se llamaba Rafael Alcaide Crespín. Todos le llamaban Crispi.

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