El antídoto del aguijón
Todo el mundo sueña con el poder. En lo más íntimo de cada ser humano, hay un recoveco que anhela alcanzar el mando de algo. Hay quien consigue de facto cubrir esa necesidad. Otros, en cambio, se pasan toda su vida pensando qué hacer en el supuesto de que ésta cambiara de dirección.
En ese segundo espectro se encuentra la mayor parte de la población. Y es una lástima, porque en el fondo debería estar todo el mundo. No alcanzar la cima genera un deseo que, los que ya la han logrado dejan de poseer. Se trata de un ejercicio humano acomodaticio que supone el deterioro de la persona aunque ésta no lo perciba.
La altura genera un éxatis que hace olvidar prematuramente el esfuerzo que supone la escalada. Únicamente, las mentes privilegiadas, cargadas de humildad y fundamentadas en valores son capaces de resistir al envite que ofrece el mando. El resto naufraga creyendo que el escalón más alto condece la licencia de la impunidad.
Nada más lejos de la realidad. El escalón superior implica autoridad, simplemente. Cualquier otro concepto que se le pretenda incorporar es tan erróneo como querer volar solo. La impunidad no existe. En una sociedad moderna, las decisiones de quien manda deben valorarse, premiarse y castigarse en función de lo que han generadado.
Todo lo que no se regule en esa dirección, supone una pérdida de tiempo de quienes miran pasivos la sombra del poder. Los poderosos, como los débiles, deben enmendar sus pecados. Hay que exigir que se establezcan castijos ejemplares para quienes, estando en el ejercicio de sus responsabilidadesd, han actuado de manera artera.
En estos tiempos de crisis, la sociedad deben tomar conciencia de que se ha dejado merodear en la cima a mucho ser avispado. La única manera de que una coyuntura similar no vuelva a ocurrir pasa por sustraer el aguijón de todos ellos. Esa es la vacuna. Ese es el antídoto.
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