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Pregón heterodoxo

Foto de Rocío Isoler.

Francisco Artacho

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Querido lector, estimada lectora: os propongo un juego. Un juego en el que tenéis que agarrar la mano del niño o de la niña que fuisteis. Agarradla bien fuerte porque vamos a comenzar un viaje, unidos, juntas, a través del tiempo, la memoria y los recuerdos. Allá vamos.

—Oye niño, ¿a dónde vamos? — preguntó el hombre.

—¿A dónde vamos a ir? Vamos ancá la abuela, a la calle Lucena. Nos vamos a Benamejí.

Ambos, sin dejar de darse la mano, aparecieron ante una puerta de madera con aldabones dorados y brillantes. Justo en la mitad de la calle, a la que todavía algunos recordaban como la calle del bombeo por su carácter popular y humilde.

— Corre, entra, empuja la puerta— le animó el niño.

Al hombre le pareció extraño que las puertas estuvieran abiertas.

— ¿Por qué la han dejado abierta?

— ¿Y por qué iba a estar cerrada? En la calle Lucena nunca se cierran las puertas. Empujas, entras y ya está. ¿O es que ya no te acuerdas?

En la cocina vieron a dos mujeres. Las dos de pelo blanco y caras hermosas. La más mayor es la bisabuela, a las que todos llaman Momájosefa. La otra es Gracia, su hija. Bisabuela y abuela, respectivamente.

—¿A qué huele tan bien? — preguntó el hombre al percibir un olor que le era muy familiaren pero que no sabía muy bien qué era.

— Es que la abuela y la bisabuela están haciendo pestiños. ¿Lo ves? Primero cogen la masa, hacen una bolita y con un trozo de caña o una botella la extienden. Lo van colocando sobre el librillo y ya mismo lo tienen hecho. Mira, escucha — le indicó el niño.

— Pestiños, que ya mismo están aquí mis niñas y los nietecillos. Y también hay que llevarle un plato a las vecinas: a Rosarito, a Dolores, las Pasaréganas. Otro a la Flora, a la Sillera y a Carmen Pinto— dijo la abuela mientras iba preparando tan suculento manjar.

El hombre, como si no tuviera memoria, preguntó que si saldrían buenos. El niño lo miró sin entender muy bien la pregunta.

— Pues claro que van a salir buenos, pues como siempre. Los llevan haciendo toda la vida — contestó.

— ¿Y qué llevan los pestiños?

Ante la pregunta del hombre, el niño se encogió de hombros porque, aunque llevara viendo desde siempre a su abuela hacer pestiños, en realidad no lo sabía.

—Pues no lo sé… pero le voy a preguntar. Abuela, ¿cómo se hacen los pestiños?

—Pues primero fríes el aceite. Se coge la harina, en la harina se hace un hoyo. Se echa el aceite, agua, un poquito de vino, zumo de naranja, ajonjolí y canela. Se amasan, se cortan y se fríen. Y luego unos con azúcar y canela. Otros con miel. — le explicó la abuela.

– Qué ricos… — dijo entre suspiros el hombre mientras se le hacía la boca agua. Y de nuevo el niño cogió su mano.

—Pues te voy a contar un secreto. Los pondrá arriba, detrás de la cortina del primer balcón, en cajas de cartón. Y cuando te los comas, cierra los ojos. Guarda su sabor en tu recuerdo. También cómo se deshacen en la boca. Y su olor. Porque esos pestiños, se acabarán. Y ya nunca más en la vida probarás unos pestiños igual— le explicó el niño.

Luego le pegó un tirón de la mano al hombre que, extrañado, preguntó — ¿Y ahora dónde vamos? —

— A hacerle un mandao a la abuela. Venga, corre— ambos salieron de nuevo a la puerta para poner rumbo hacia la calle la Feria; más concretamente a la tienda de El Gordo, un hombre con gafas que atendía detrás del mostrador.

—Dime, ¿qué te hace falta?

—Juan, que dice mi abuela que me des un papel de liar la carne— dijo el niño, que fue incapaz de recordar el nombre de aquel papel. Era papel de estraza.

—¿Cuánto es?

—Ya me lo pagará tu abuela— dijo el tendero con una sonrisa.

Hombre y niño, de nuevo, tiraron para la calle Lucena.

—¿Para qué quería la abuela ahora ese papel? — se preguntaba para sus adentros el hombre. El niño, que parecía saberlo todo, no tardó en explicárselo mientras aligeraban el paso.

— Ahora verás para lo que sirve el papel. Es porque el año pasado te manchaste con la cera de la vela— le explicó el niño. 

La abuela enchufó la plancha. Mientras se calentaba, subió y de un baúl sacó una túnica de niño de color morado pero con botones, mangas y cuello negros. También cogió unos guantes blancos, un cinturón de esparto, ancho, y un escudo en el que años atrás se bordó, con mucho cariño, un corazón con siete puñales clavados y una llamarada de fuego como corona. Al colocar el papel encima de la túnica y presionar con la plancha, de forma casi mágica la cera derretida va impregnando todo el papel.

—Ves, ahora la abuela le va a pegar un lavaíllo y listo— aclaró el niño. 

Como era viernes santo, ese día no se podía comer carne, así que comieron potaje con bacalao. Y tras la comida tocaba dormir la siesta.

—Venga, a dormir, que si no no aguantas la noche entera— le dijo la abuela, que también quería descansar ella del nieto, que ante la inminente procesión del Silencio estaba más inquieto de lo normal, que ya era un decir.

—Corre, hazte el dormido. Mira la abuela. Sobre la cama coloca la túnica morada y negra. Los guantes blancos y el cinturón de esparto. Y la campanilla.

—¡Pero no tenemos vela!— se percató el hombre.

— Claro que tenemos. Están guardadas encima del armario de la bisabuela— le tranquilizó el niño, que se conocía cada rincón de la casa. Y ahora sí, a dormir la siesta, que la noche será larga. 

— Corre, despierta. Que ya se escuchan los tambores, las trompetas y las cornetas.

Entre la abuela y la bisabuela vistieron al niño, lo peinaron y le echaron colonia. Y juntos tiraron la calle abajo, rumbo a la calle Ermita.

—Oye, ahora me tienes que soltar la mano, que me va a agarrar la bisabuela para llevarme a la puerta de la iglesia. Pero no te vayas lejos— le explicó el niño al hombre.

Por la calle Lucena, agarrado de la mano de sus Momajosefa, el niño va tocando la campana y en el cinturón lleva la vela. Cuando salen los primeros capirotes, el niño busca su fila y la bisabuela ya lo suelta.

Lo llaman estación de penitencia. Un ensayo de lo que será la vida, en la que poco a poco te irán soltando la mano y tendrás que ir andando solo. No te preocupes, pequeño, que esto, todavía, es una prueba. Pero es lo que te espera en la vida: las manos te irán soltando y tendrás que caminar solo. Pero no te preocupes porque, además de penas, habrás manos nuevas. Es verdad que no serán las manos ni de tu abuela, ni de tu tita, ni de la bisabuela. Serán las manos de tus amigos y amigas, y con ellos habrá menos penas. Te llenarán de alegría, de risas y de vida. Pero tendrás que aprender a estar solo, en el día, en la noche y en las tinieblas. Eso sí será, niño, tu penitencia.

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