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Las historias de la Historia

Tomás Chamorro, su madre Pilar Murillo y su mujer Rosa Muñoz.

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Rememorando su breve paso por la cárcel, en un poema de 1936 Jorge Guillén rescataba el testimonio de aquel hombre que “no tuvo nunca historia, pero tenía Historia como todos”. Siempre he pensado que estos versos de Guillén no hacen, sin embargo, justicia al modo en que la historia y la Historia se enredan hasta hacerse indistinguibles. Aunque no actuemos como los genios creadores de nuestro universo, tampoco somos simples marionetas zarandeadas por las fuerzas que lo dirigen, de modo que esa Historia grandiosa, mayúscula e inasible se teje, en realidad, en la trama de las historias menudas y cotidianas de aquellos hombres y mujeres que a la vez son todo y nada para ella.

Hoy quiero hablar de una de esas historias menudas que esconden cientos de pequeñas odiseas magníficas y evidencian cómo las grandes fuerzas que aparentemente dan coherencia a los acontecimientos solo adquieren sentido en lo insignificante. La historia de mi abuelo Tomás, que es también la historia de mi abuela Rosa y de su generación, de su pueblo, su país y su clase.

Tomás José Chamorro Murillo nació el 7 de marzo de 1924 en Hinojosa del Duque, un pequeño pueblo al norte de la provincia de Córdoba. Como todos los hijos de la clase obrera de entonces, no conoció la niñez. Desde que a los 6 años se hizo cargo del rebaño de cabras de su familia nunca dejó de trabajar. El trabajo le quitó tiempo y salud, pero transformar el mundo con sus manos movió toda su existencia.

La Guerra de España estalló cuando tenía 12 años. Poco después su hermano Rafael, que entonces tenía 16, se subió a un convoy sin que su familia lo supiera y marchó al frente. A lo largo de los tres años siguientes solo tuvo un permiso para volver a su pueblo. Esa fue la última vez que vio a su padre. Perdimos la guerra y los años que la siguieron fueron especialmente difíciles en una comarca que había destacado por su compromiso y que fue frente de batalla.

Algo de mí siempre vuelve a sentarse en el brasero de nuestra casa admirando la emoción y el detalle con los que este hombre en el que la historia y la Historia se hacen indistinguibles me contaba sus aventuras y desventuras. Entre las más terribles de aquellos años, la de un viejo amigo de la familia que unos días después del final de la guerra fue a hablar con su padre. Era el enterrador del pueblo y mi bisabuelo le advirtió del peligro que corría quedándose allí, pero como no había hecho otra cosa que dar sepultura a los muertos del frente y la retaguardia, pensó que lo mejor sería presentarse en la Comandancia de la Guardia Civil y tratar de retomar su trabajo en los nuevos tiempos. Su familia no volvió a verlo vivo. Fue detenido y pasó días informando acerca de los enterramientos que había realizado en esos años, pero nada podía salvarlo de la venganza y la impunidad: con los testículos reventados por los golpes y después de ser llevado en camilla a señalar los lugares de las sepulturas, fue ahorcado en plena calle. Ese era el mundo en el que toda una generación creció, un mundo en el que los muchachos que iban a ganar el jornal pasaban al alba frente a una tapia del cementerio manchada por la sangre y los sesos de los fusilados. Su abuela y su tía acabaron en la cárcel y su padre fue amenazado por haber hecho guardia armado una noche durante la guerra. Hay cientos de historias como estas en cada pueblo de nuestra tierra y el terror atávico que se desató en esos años aún hoy no se ha superado.

A cuentagotas llegaban las noticias de la guerra que asolaba Europa y aún en esa España en la que un falangista borracho podía darte una paliza por cantar una coplilla de carnaval, había quien albergaba la secreta esperanza de que después de liberar París, los ejércitos aliados cruzasen los pirineos. Su hermano sobrevivió y consiguió pasar a Francia, pero su rastro se perdió hasta 1941. Recibieron entonces una carta de la Cruz Roja en la que se les informaba de que había sido hecho prisionero por el ejército alemán. Hasta la liberación del campo de Mauthausen no volvieron a tener noticias de él. Mi abuelo, sus padres y su hermana pasaron cinco años sin saber si seguía vivo o había muerto.

En tales circunstancias, para él, como para muchos de sus vecinos, amigos y parientes, ser comunista era la respuesta natural a una vida que solo por momentos merecía ese nombre. Ese comunismo intuitivo, casi espontáneo (que en nuestro país había alumbrado también una majestuosa tradición libertaria) respondía directamente a sus padecimientos cotidianos ofreciendo a la vez un instrumento para comprender sus causas y un horizonte de sentido compartido para combatirlas. La historia de mi abuelo se trama, así, inequívocamente con una experiencia de clase que, no por capricho, da coherencia a toda su vida. Una vida en la que los jornales no alcanzan para mantener a la familia y, desde niño, te ves obligado a arrancar raíces, cazar pajarillos o recoger leña y bellotas esquivando a la guardia civil. “Nunca estuve parado” recordaba con el orgullo de quien solo tuvo su esfuerzo para sobrevivir. Esos padecimientos conformaron a toda una generación cuyo dolor aún nos atraviesa, pero que pese a tenerlo todo en contra fue capaz de una de las mayores gestas del mundo moderno: hacer frente durante tres años y prácticamente sin medios al fascismo internacional.

Por suerte, mis abuelos pudieron salir de ese mundo y disfrutaron en Francia, al menos en parte, de ese bienestar que las clases populares habían conquistado después de los inmensos sacrificios de la Segunda Guerra Mundial. Allí pudieron conocer la libertad y la prosperidad que aquí les habían hurtado y aunque las cosas no fueran fáciles, la sonrisa con la que mi abuelo recordaba cómo había falsificado su partida de nacimiento para conseguir el visado, el reencuentro con su hermano, los amigos, las huelgas de los setenta o aquella exposición rusa en la que vieron un Sputnik me hace pensar que parte del enorme peso que cargaban sus vidas fue recompensado.

Hoy, cien años después de su nacimiento, quiero recordar a mi abuelo no por lo que fue él o su vida, sino porque él fue muchos y su vida, la de todo un país. Porque si en él conocí a una persona ejemplar no fue por su compromiso concreto con unas siglas, sino porque en su existencia encarnó lo mejor de su tiempo: un hombre que sintió hasta sus últimos días el sufrimiento ajeno como propio e hizo del suyo una carga leve para los demás. “Hemos pasado mucho”, decía, pero también “tuvimos suerte”. Suerte de sobrevivir a las dificultades y disfrutar una vida sin apremios en sus últimos años, suerte de ser cuidado y querido.

Siempre te recordaré montado en tu bicicleta negra, dándole de comer a los conejos y los perros en el solar, cavando en tu huerto… pero sobre todo contándome tus historias, que son también nuestra Historia. Y cada vez que, sentado en el brasero de vuestra casa, vuelva a ver a Tony Curtis adelantarse a Kirk Douglas y gritar “yo soy Espartaco”, me emocionaré y haré mío tu anhelo por ese día en el que a ningún niño y ninguna niña se le vuelva a robar la niñez.

*Emmanuel Chamorro, profesor en la Universidad de Sevilla.

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