Enseñanzas de las políticas de memoria: España y Chile
Antonio Barragán MorianaCatedrático de Historia Contemporánea
Hace sólo unos días se han cumplido 46 años del golpe de estado protagonizado por Pinochet que acabó con el gobierno de la Unidad Popular, presidido por Salvador Allende, y que sumió a Chile en una despiadada dictadura en la que la violación de los derechos humanos (ejecuciones, desapariciones forzadas, torturas, etc.), la persecución y exilio de los políticos de la izquierda, de los dirigentes sindicales y de los movimientos sociales, constituyeron el necesario preámbulo de la puesta en funcionamiento de un conjunto de recetas económicas de corte ultraliberal, concebidas y organizadas desde Washington, -como también lo había sido el propio golpe de estado-, que durante casi dos décadas y hasta el final de la dictadura pinochetista, terminaron convirtiendo al país que pasaba por ser una de las sociedades más modernizadas y con mayor potencialidad económica del subcontinente americano en el paraíso de la privatización, de la inversión descontrolada norteamericana, de la explotación “salvaje” de sus recursos agrarios y mineros, en suma, en laboratorio de las doctrinas liberales preconizadas por M. Friedman.
En marzo de 1990, después de 17 años en el poder, Pinochet es obligado a abandonarlo tras ser derrotado en un plebiscito unos meses antes, iniciándose un periodo transicional que, en poco tiempo, conduciría a Chile a la democracia. Con frecuencia, he reflexionado sobre las diferentes maneras de asumir el pasado, de rescatar sus respectivas memorias que han venido desarrollando las sociedades hispanoamericanas salidas de dictaduras, concretamente ahora, la chilena y la española. Vaya por delante que Augusto Pinochet fue un profundo admirador del dictador F. Franco hasta el fallecimiento de este (fue uno de los tres jefes de Estado junto a Hussein de Jordania y Rainiero de Mónaco presente en sus funerales) y que, como también había hecho en su momento el dictador español, consiguió articular un relato justificador de su régimen que, aunque con características peculiares en cada caso, tenía como núcleo común en ambos el presentarse como defensores de las verdaderas “esencias patrias” amenazadas por el marxismo, convirtiendo sus respectivas acciones contra la legalidad constitucional, los gobiernos de la Unidad Popular en 1973 en Chile y del Frente Popular en 1936 en España, en algo así como mitos fundacionales de sus regímenes dictatoriales; el 18 de julio pretendió mantener la voluntad legitimadora del franquismo hasta la propia muerte del dictador y el final de su régimen.
Es verdad que estos discursos prevalecieron, no podía ser de otro modo, durante las dictaduras pinochetista y franquista, sin embargo, si durante la transición chilena se constituyó de forma consensuada entre las diferentes fuerzas políticas una Comisión de la Verdad que debía indagar sobre la violación de los derechos humanos habidos tras el golpe, en España el 15 de octubre de 1977 se aprueba la Ley de Amnistía, auténtica ley de “punto y final” que es esgrimida desde entonces como fundamento jurídico utilizado por el poder judicial para rechazar el posible enjuiciamiento de los responsables de las violaciones de los derechos humanos desarrolladas desde el golpe militar de julio de 1936 hasta el final de la dictadura. Durante el resto de la transición democrática la vida política española en gran medida se desarrolló, no me atrevo a decir totalmente de espaldas, ya que algunos sectores reivindicaron la memoria de quienes habían defendido la República al tiempo que denunciaron los crímenes del franquismo, pero sí con la total ausencia de “políticas de públicas de memoria” que estuviesen protagonizadas desde el poder. Ello fue lo que permitió la persistencia de la impunidad para los responsables de la aplicación de la represión durante el franquismo, así como las dificultades para poner en conocimiento de la sociedad española la “verdad secuestrada” de lo que supusieron en realidad la naturaleza del golpe de estado contra la República, la consecuencias políticas de la guerra desencadenada al fracasar, en parte, la sublevación militar y las consiguientes “políticas de la victoria”, entre ellas la represiva, desarrolladas durante el periodo de la dictadura franquista y, finalmente, lo que a mi juicio es igualmente grave, a que gran parte de la sociedad española no terminara de asumir que sólo es posible la construcción de una democracia de calidad si no se desarmaba el discurso de la equidistancia, el relato de que todos fuimos igualmente culpables, de que “había que pasar página”, tan esgrimido interesadamente por determinados sectores políticos y sociales durante la transición democrática española.
Es evidente que las responsabilidades de esta situación, aunque repartidas de forma desigual, competen fundamentalmente a quienes han tenido la oportunidad de ocupar las instituciones del Estado durante todos estos años y que han permitido que, para muchos españoles, el auténtico conocimiento de la realidad histórica de lo que significaron la guerra, la dictadura y la represión desarrollada por ella no haya formado parte en la construcción de su propia cultura política.
Mucho se viene hablando, seguramente bastante más en todos los sectores interesados en estas cuestiones vinculadas con la llamada recuperación de la Memoria Histórica, acerca de la posible operatividad, de la posible eficacia política de la creación en nuestro país de una Comisión de la Verdad que, a semejanza de lo ocurrido con otras sociedades de pasado dictatorial (Argentina, Sudáfrica, Colombia, Túnez, Guatemala, Uruguay, Chile) ayude a construir un relato que colabore en las tareas de reconstrucción de la auténtica verdad histórica, de la visualización de lo que han supuesto todas las modalidades de vulneración de los derechos humanos durante la dictadura.
Se ha argumentado por parte de quienes se manifiestan contrarios a ella desde que estas comisiones sólo son eficaces cuando se plantean de manera inmediata a la finalización de los respectivos regímenes dictatoriales, hasta la caducidad de las posibles acciones judiciales pasando por quienes esgrimen el conocido e interesado “hay que pasar página porque se reabren heridas”. En un país en el que gran parte de la población, que durante mucho tiempo ha visto alimentado el conocimiento que tiene sobre su pasado más reciente por un relato predominantemente elaborado por la dictadura ampliamente manifestado en opiniones, encuestas, debates, etc., en el que ni siquiera existe un censo oficial de víctimas de la represión en sus diversos ámbitos (ejecuciones sumarias, derivadas de los consejos de guerra, prisioneros en cárceles y campos de trabajo, exiliados, bebes robados, etc.), en el que, además, determinados sectores políticos y sociales ningunean o pretenden blanquear las responsabilidades de los protagonistas del golpe de estado y de la posterior represión, en el que aún permanecen sin identificar y en las cunetas o en fosas comunes centenares de represaliados durante la guerra y la inmediata posguerra, en el que se hace caso omiso a las recomendaciones de Alto Comisionado de las Naciones Unidas, Sr. Greiff y, finalmente, en el que se torpedeó judicialmente el intento del Sr. Garzón de investigar y de pedir justicia (reconocimiento) y reparación (verdad) para las víctimas de la dictadura franquista, pensamos, la creación de una Comisión de la Verdad es más necesaria que nunca.
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