Veraneos, 6: El pueblo
Mi infancia son recuerdos de un Simca 1200 asaltando el Puerto Calatraveño para adentrarse en Los Pedroches.
Su radiocasete escupe mambos de Pérez Prado y rancheras de Miguel Aceves Mejía. Mi hermano y yo, en el asiento de atrás, éramos chicos. Mis padres, delante, tienen la edad que ahora tengo yo. Los cuatro felices a casa de la abuela.
Vacaciones en el pueblo.
La tía soltera, entonces y siempre, nos recibe con pequeños polos de fanta de naranja que hace en cubiteras de hielo a las que clava palillos de dientes.
La abuela dispara su ametralladora de besos en la mejilla.
En la casa hay un patio domesticado plagado de flores cuyos nombres desconozco ahora y que luego se llamarán hortensia, buganvilla, geranio, helecho, gitanilla.
Tras el patio, en el espacio silvestre al que dicen “huerto”, hay un pozo prohibido a los niños que encierra agua fresca y recuerdos oscuros. Y un gallinero abierto.
Un gallo cabrón me persigue hasta darme un picotazo en la blanca pantorrilla. La verdad es que no me ha dolido mucho, pero lloro desconsolado porque soy un niño tonto de ciudad fuera de contexto.
Las siestas son para los tebeos debajo de la parra sin dejar de vigilar a las avispas.
Cuidado: ahora no se puede hacer ruido, que nos quedamos sin ir a la feria.
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