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La radio y yo (y nosotros, quería decir)

Juan José Fernández Palomo

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Cuentan las crónicas de mi familia que, cuando yo apenas andaba erguido, mi madre me instalaba en el “parquecito” apoyado a una pared de la cocina. Así que allí estaba yo a buen recaudo como un mono enjaulado toda la mañana mientras mi madre cocinaba y hacía las tareas de la casa y esas cosas.

Tendría que haber algún peluche, algún muñeco de goma, una pelotita...; pero me cuentan que mi juguete favorito era un “transistor” a pilas de la marca sanyo cubierto por una funda de cuero. Un cacharro que emitía voces y músicas y con el que yo me entretenía, lo manipulaba, le balbuceaba y al que acabe mordisqueando la funda cuando empezaban a salirme los dientes.

El padre de mi madre, mi abuelo José Antonio Palomo, era un zapatero de Villanueva de Córdoba que, al cerrar el taller, reunía a varias personas en su casa para escuchar en una radio de lámparas las emisiones clandestinas de la Pirenaica, muy bajito y en penumbra, allá por los primeros años 40 del pasado siglo.

Mi abuelo, junto a seis personas más, fue fusilado en 1948, en una curva de la carretera que une Villanueva con Adamuz, cerca de la desviación que hoy nos lleva a la estación del AVE de Los Pedroches. No debemos olvidar que, como decía el poeta Ángel González, “la historia de este país es como la morcilla de mi pueblo: está hecha con sangre y se repite”. Y que hay, y me temo que habrá, mucho cabrón (esto, más prosaico, es mío, no de Ángel González)

Pasados los años, alguien me sacó de la barra de un bar para ir a ver y a hacer la radio desde dentro, desde el otro lado. Estuve unos años en la Cadena Cope de Córdoba aprendiendo de mis compañeros y jugando con ellos a hacer una radio cercana, que entretuviese e informara, que acompañara, que comunicara. Y, si nos reímos, pues mejor. Tal fue “el juego” que, entre perseverancia de unos -y algo de inconsciencia, puede ser- acabé siendo redactor de los servicios informativos de la COPE.

Ahora colaboro en Radio Córdoba cada semana gracias a la confianza de sus profesionales -o también a la inconsciencia; esto nunca va a estar claro-. Así “mato el gusanillo” de estar frente a un micrófono y a un piloto rojo que cuando se enciende indica -siempre hay vértigo- que estás “en el aire”. Continúa el juego. Y es que ya me lo dijeron mis mayores: cuando te muerde el bicho de la radio te inocula un veneno que no te abandona jamás.

Mi madre murió demasiado joven. Nunca me escuchó hablar desde el otro lado del “transistor” de su cocina. Una pena; hubiese sido un cierre de círculo perfecto. Bueno: tal vez me ha escuchado y yo no alcanzo a saberlo; cosas más raras se han visto (y escuchado).

...

Ésta es, brevemente, la historia de mi relación con la radio; pero no quiero terminar sin recordar algo que ustedes saben o sospechan: con lo que se “levantan” al mes algunos de los miembros que se sientan en los consejos directivos de grandes corporaciones de medios de comunicación se podrían hacer decenas de radios locales, vivas, sin tantas “estrellas”, con profesionales decentemente pagados al servicio de sus vecinos, al pie de la calle, con vocación e imaginación, con el pulso de lo cercano y con la energía suficiente para contar las cosas que pasan y que realmente importan. Eso no ocurre y eso es otra cara -triste- de la radio de hoy.

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