Los pájaros
No voy a decir yo que no son hermosos los estorninos en otoño.
Me recuerda Manuel que, cuando vuelan hacia al sur, se despliegan dibujando un monstruo mil veces mayor que el pájaro pequeño que son uno a uno. Para defenderse. Y hay gente que, cabeza arriba, los mira en los atardeceres y se queda pasmada, azorada, muda ante un plano espectacular en el cielo que, sin quererlo, guarda en silencio una sinfonía de Mahler.
(Y es curioso que haya dicho “silencio”, “sinfonía” y Mahler en una frase) Todo cabe, al parecer.
El silencio es una buena costumbre. También la observación del vuelo de los pájaros.
Golondrinas y vencejos han atorado el extractor de mi calentador de gas. Casi vencen en su perseverancia, pero no. Si me preguntan diré que conseguí echar a los malos gracias al fontanero, desahucié los nidos, les puse barreras, telas metálicas… hasta la próxima, no tienen memoria y volverán sus nidos y me cagaré en Becquer y en la poesía y en todo lo demás.
Doscientos pavos me ha costado toda esta metáfora –y no es dinero, es verdad-.
El silencio es una buena costumbre, me repito a mí mismo mientras pongo cara de Tippi Hedren al pagar.
Ojo, vuelan, vuelven. Los pájaros siempre vuelan. Es su carácter.
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