Flor de cactus
Esta semana, al silente y discreto cactus que tengo en la terraza le han brotado tres flores anaranjadas y radiantes. Curiosamente, mientras esto ocurría, a esa hora y en ese día, el profesor Fernando Etxebarría estaba pronunciando la palabra “astrálago” en la audiencia de Córdoba durante esa charcutería que llaman “Caso Bretón”. Puede ser casualidad o causalidad, no lo sé; pero aprovecho la ocasión para decirle a los matemáticos que el orden de las letras sí altera el producto (como ejemplo escribiré “alergia” y “alegría”).
Cuando voy a la frutería de mi nuevo barrio veo caminar por la acera de enfrente a una mujer cansada con bolsas de la compra en la mano que perdió a un hijo hace diecisiete años porque éste decidió suicidarse -cada vez que conjugo el verbo suicidar me corre un sudor frío por el cogote como a un tuareg cuando bebe té hirviendo-. Yo quiero hablarle a esa mujer, ayudarle con las bolsas, decirle que entiendo su cansancio y que fui amigo de su hijo, pero aún no me he atrevido. Algún día lo haré.
Ahora me acuerdo de una tarde de verano compartiendo una botella helada de “ouzo”, una especie de orujo a la griega, con la mujer que quiero en Bellapais, al norte de Chipre, frente a las costas de Anatolia y junto a una abadía gótica rota. Sí, rota. A las abadías las rompe el tiempo también, nada es eterno. Ella sonríe y suda. Yo, también. Entiendo que el calor es un accesorio.
La vida.
La vida es un misterio demasiado cotidiano o algo cotidiano demasiado misterioso mientras que la muerte es una incómoda sorpresa parecida a un billete falso. Por eso ocurre cerca y tú no te lo quieres creer.
Habrá quien pronuncie “astrálago” como quien dice “buenos días” o “ponme otra caña”; pero habrá también a quien hasta la tilde de la esdrújula se le clave en el costado para siempre.
Aún no tengo una hija y tampoco he dirigido un “western”; pero si esto último ocurriera procuraría acabarlo (exterior día, luz natural) con un plano secuencia largo y mesuroso en el que una chica mestiza adolescente caminaría hacia el ocaso con un vestido sudado. De su mano cuelga una maleta. Algunos críticos dirán que, en ese final, el autor (es decir, yo) quería hablar de la esperanza. Otros explicarán que ese plano refleja más bien resignación. Yo qué sé. Que hablen ellos.
Sólo sé que la joven de la peli, de padre irlandés y madre cherokee, un suponer, se llama “Flor de Cactus”, que en ningún momento se gira a cámara y que de fondo suena un banjo.
Habrá un fundido a negro, pero la vida seguirá. Pertinaz, más allá de la pantalla...
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