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Cuestión de perspectiva

Juan José Fernández Palomo

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Rompe el alba por el horizonte y el cielo empieza a teñirse de naranjas y rojos para alcanzar el azul. La neblina del amanecer difumina las sombras que van apareciendo al frente y a ambos lados del camino. Te acompaña el sonido de tus botas al pisar la gravilla y notas el latido sordo de tu corazón, como le ocurría a tu padre, a tus tíos y a tu abuelo cuando se disponían a hacer lo que tú vas a hacer. Es la herencia del oficio, así te ganas unos pesos, porque tu misión lo vale, porque eres el mejor como ellos lo fueron.

Te reciben a la entrada del chamizo, te saludan. Alguien te acerca un vaso de alcohol duro: anda, caliéntate el ánimo, la mañana es fría. Lo aceptas con una mueca que pretende ser una sonrisa. Gracias. Lo bebes de un trago; así mejor.

Ahí detrás te espera, dicen. Está atado y tranquilo, la sospecha de lo que le espera le ha dejado exhausto. Además, no le hemos dado de comer ni de beber en dos días. Se ha vaciado, no le queda nada dentro. Ha llegado su hora.

Pasas al cuarto de atrás con la mano rozando las cachas del cuchillo que llevas a la cintura. Un cuchillo tan heredado como el oficio, tan fiel y afilado como ayer y como mañana. Lo desenfundas. Efectivamente, está atado y cabizbajo, su garganta emite un sonido quedo, desfallecido. Tratas, como siempre, de no mirarle a los ojos pero, como siempre, no puedes evitarlo. Es mi trabajo, piensas, como si en realidad quisieras decírselo a él, como una excusa cruel, como implorando un perdón. Es inútil.

No pensar.

Le asestas un golpe seco y brutal directo al gaznate. Se agita con fuerza. Ahora su grito es tan afilado como tu cuchillo y te duele a ti. Hundes la hoja y la empujas hacia dentro y hacia un lado, tu mano tiembla un poco, el calor de su sangre oscura te llega hasta el codo, resbala y cae pesada y humeante. Deja de moverse, deja de chillar y el sonido de la sangre pasa a primer plano: drop, drop. Después, silencio.

Esta escena podría ocurrir en un llano perdido de Sinaloa o en los suburbios de Tegucigalpa. Podría ser un ajuste de cuentas, el mal final de un negocio con sus contratos y subcontratas.

Pero no. Ocurre en Alcaracejos y es el arranque de un fantástico día de fiesta.

La matanza del cerdo es un rito totémico y ancestral que, desgraciadamente, cada vez se practica menos porque los procesos industriales lo han encarecido. No es barato alimentar un cerdo durante un año cuando tienes carne en la tienda todos los días. Además se van perdiendo oficios nobles como el de matarife o el de mondonguera. La pereza de los días que pasan nos apartan de la voluntad de organizar una fiesta así, en la que todo el mundo tiene algo que hacer, algo que dar y algo que recibir.

Una lástima porque una matanza, si se fijan con la perspectiva adecuada, es un canto a la generosidad.

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