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El belén

Juan José Fernández Palomo

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Me asomo a la ventana y no eres la chica de ayer sino que veo un rebaño. Y esto es verdad.

Soy un urbanita de la frontera, donde las afueras están dentro y donde el centro tiene sobrepeso y expande su cintura. Tal vez sea bulimia urbana o anorexia agropecuaria, pero el caso es que desde mi ventana veo ovejas que pacen. Y yo con ellas masticando una magdalena (símbolo de flashback) y sorbiendo una taza de café con leche.

Es una mañana de invierno de cielo plomo claro y bajo y de ovejas ajenas a ese cielo porque miran al pasto no más como los malos futbolistas. La oveja nunca mira al cielo para evitar contracturas inútiles de sus vértebras cervicales. No le interesa. Puede dolerle. Además, la oveja huele bien, al menos si no está mojada, no como las Tendillas que apestan a gofre.

Humea la taza de café sobre mi cara -un mug con la portada del Let it be serigrafiada -“There will be an answer, let it be”-, fumo un cigarrillo, me rasco la barba... miro desde detrás de las legañas. Nada es casual; tal vez, causal.

Casi sin querer, desde mi perspectiva, me fijo en el pastor y en su perro. El primero parece tenerlo claro, una rutina; el segundo, sin embargo, parece estar más atento, más vigilante, muy profesional. Leo cierta estructura social en todo esto. No sé.

En este punto debo decir que llevo puesto un lamentable pijama de cuadritos comprado en los chinos.

Me voy a duchar.

Ya he visto el belén. O, al menos, la periferia del belén.

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