Hay algo en el cine de Jonás Trueba que me impide disfrutar plenamente de sus historias e identificarme con sus personajes. Por más que reconozca los hallazgos de sus guiones, sus maneras clásicas de rodar o la singularidad de sus retratos generacionales, siempre tengo la sensación con sus películas de estar ante una mezcla de constructo y fábula. El primero, según el diccionario de la RAE, es “una construcción teórica para comprender un problema determinado”. La segunda nos remite a un breve relato ficticio con intención didáctica, que con frecuencia va acompañado de una moraleja (en este caso, claro, la propia de un tipo culto e hijo de una izquierda aburguesada y hasta cierto punto elitista). Me distancia de la pantalla esa suerte de elaboración intelectual que él disfruta haciendo explícita, plasmada en infinidad de citas y referencias literarias y cinéfilas, como si más que ante una producción cinematográfica estuviéramos ante la tesis de un doctorando empollón. Todo ello provoca que, salvo en contadas excepciones, y muy especialmente en sus películas más recientes, en las que se nota la mano de Itsaso Arana, apenas descubra rastros de la vida por la que yo transito. Como si lo que viera en pantalla fuera un microcosmos en el que descubro pequeñas fugas de verdad pero en el que me faltan los latidos que suelo escuchar por los pasillos de mi cotidianeidad. Todo ello por no hablar de sus serios obstáculos para salir de los marcos heternormativos y para superar – en esto coincide mucho con su admirado Woody Allen – unos retratos de lo masculino y lo femenino que, bajo una apariencia de contemporaneidad, exhalan con frecuencia el aire rancio de ese cine clásico que forma parte de su currículo emocional.
Volveréis, que es sin duda una de sus películas más redondas, tiene en efecto mucho de comedia clásica y romántica, por más que su presupuesto sea una vuelta de tuerca a los itinerarios del amor. Con la premisa de una pareja que decide celebrar su separación, siguiendo la ocurrencia del padre de ella (un impagable Fernando Trueba), el director de “La virgen de agosto” nos propone un juego de metaficción en el que, en teoría, vida y cine interseccionan, aunque yo vea más cine que vida en la pantalla. Basándose en un guion escrito con los dos protagonistas, Itsaso Arana y Vito Sanz, el relato avanza de manera reiterativa y alargando hasta el exceso lo que sin duda es un punto de partida ocurrente. Como espectador habría deseado que Jonás hubiera tenido como referente a Allen también en la consideración de que 80 o 90 minutos son más que suficientes para contar una historia.
De nuevo, esa vertiente incluso pedante del director provoca que no vea a los personajes como seres de carne y hueso sino como ficciones políticas de las que él se sirve para mostrarnos sus neuras y, al mismo tiempo, no siempre con éxito, hablarnos de la realidad de toda una generación. Lo cual no dudo que sea una opción legítima en cuanto a la creatividad cinematográfica pero que a mí en concreto hace que desconecte. Todos los detalles con los que Jonás Trueba cuenta la historia y perfila a sus criaturas – desde los libros que leen los protagonistas en la cama (Gascón, Fernán Gómez) a esos diálogos que me cuesta imaginar como el que mantienen por teléfono con el amigo de Granada, pasando en este caso por ese padre que entiende que no sería un buen progenitor si no le recomendara a su hija un buen listado de bibliografía – dejan mi corazón helado y mi pecho un tanto saturado de citas y homenajes intelectuales. Hasta lo que podría ser un simple recurso narrativo, vinculado a la vida desnuda, se recubre de la legitimación de Brassens y su 22 de septiembre. Este chico, el hijo de Fernando, es evidente que merece matrícula de honor. Incluso parece haber aprendido algo de feminismo, como demuestra esa discusión entre los dos protagonistas, metida con calzador, sobre la lectura machista de una película protagonizado por Dudley Moore y Julie Andrews. Ni Almodóvar lo habría hecho mejor.
Quedan por el camino dudas e interrogantes que sacuden especialmente a quienes hemos pasado por una separación y hemos tenido que gestionar un proceso que, a diferencia de lo que lo aquí sostienen los Trueba, siempre requiere su duelo, sus negociaciones y, por supuesto, una cuota de dolor. Algo que no veo en unos seres, los de la película, que con frecuencia pareciera que ni sienten ni padecen (o lo disimulan muy bien). Todo ello hace que en la práctica, en la del mundo real y no en la del microcosmos que nos plantea la película, resulte no tanto paradójico sino complicado concluir una larga relación de pareja con una fiesta. Al menos no de manera inmediata, tal vez sí como resultado final de lo que, en el mejor de los casos, siempre es un largo proceso de renuncias y componendas. En la película se insiste que cuando se pone fin a una vida compartida que no funciona siempre es para bien. Ese es un “a priori” que no sirve en el mundo real de las complejidades emocionales y de las luchas, a veces contra uno mismo, que están tan ausentes en Volveréis. El final de una relación es siempre un punto y aparte, pero en muchos casos acaba siendo previamente un larguísimo punto y seguido, como también con frecuencia deja tocados para siempre a quienes han pasado por ella. Porque también en el mundo real de los seres humanos, no tanto en el del cine, todos y todas somos egoístas, narcisistas y acabamos siendo parte de relaciones de poder. Ni que decir tiene cómo se potencian estas claves cuando hay hijos de por medio o hipotecas a nombre de los dos. Nada de eso se nos cuenta en esta película bonita y bienintencionada, seguramente porque no era la intención de sus autores, tal vez más enfocados a mostrarnos cuestiones igualmente complejas como las dificultades actuales para mantener una relación estable durante largo tiempo, lo complejo que es tener historias saludables con quienes compartimos trabajo o el miedo al compromiso y la fugacidad que caracterizan a unas generaciones que han cuestionado los modelos tradicionales pero que no han sido capaces de montar alternativos. En este sentido, la fiesta, aunque pueda parecernos algo rompedor, no es sino la confirmación melancólica de que seguimos atrapados en los mismos círculos viciosos de siempre. Los cuales son menos agobiantes, claro, cuando se dispone de una casa con jardín con vistas al pirulí.
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