Dos hombres de mediana edad, blancos, cisheteros, padres y que trabajan por tejados y chimeneas noruegas como deshollinadores comparten una conversación íntima, algo no muy habitual entre machotes, que va a remover las piezas de su hombría. Uno de ellos le confiesa al otro que ha tenido sexo con otro hombre, un cliente, y que le gustó. Que se sintió mirado con deseo, sin ningún tipo de expectativa y que se dejó llevar, aunque le insiste en que no es homosexual y que no volverá a repetirse. El amigo, que previamente le había contado un sueño recurrente en el que David Bowie lo miraba como si fuera una mujer, se siente turbado y apenas si encuentra las palabras para reaccionar, más allá de mostrar su extraña y sus temores. La sombra de la duda que de repente pone patas arriba el edificio de la masculinidad.
Ese es el arranque de Sex, la primera parte de una trilogía que ha culminado con Dreams, la reciente ganadora del Oso de Oro de Berlín, y en la que el director noruego Dag Johan Haugerud nos ofrece un lúcido panorama de los complejos senderos en que andamos en este siglo de disforia generalizada (Paul B. Preciado dixit). La película, que pese a su narrativa casi teatral mantiene siempre la atención de un espectador que sin duda se verá en el espejo, se compone de una sucesión de conversaciones que esos dos hombres mantienen con las personas de su entorno familiar y en las que, sin dejar de cuestionarse por su misma identidad, van adentrándose en los interrogantes que hoy por hoy nos asaltan cuando tratamos de explicarnos cuándo y de qué manera nos sentimos libres. Junto a las conversaciones entre los dos hombres protagonistas, en las que podemos comprobar cómo los varones estamos atravesando una crisis de identidad que tiene que ver con todas las expectativas de género que el feminismo ha hecho saltar por los aires, es sin duda la que el marido infiel tiene con su mujer, a la que confiesa lo sucedido, la que con más contundencia dramática pone al descubierto las debilidades del amor encerrado en el armario de un matrimonio. Ella vive a partir de ese momento una profunda crisis que le lleva a verbalizar, en unos diálogos que casi podrían ser un manual de las grietas que hacen tambalear la siempre inestable vida en pareja, hasta qué punto se ha sentido traicionada y hasta qué punto para ella el sexo es parte de una intimidad que define el amor que siente por él, en un sentido posesivo y que cierra las puertas a cualquier otra opción que no sea la monogamia. Ella reclama incluso su derecho a no compartir el rostro del marido cuando tienen sexo. Y hasta necesita conocer todos los detalles de la infidelidad para poner en orden su cabeza, o tal vez para certificar que no le cabe sino el desorden. El trata, por el contrario, de explicarle que la sexualidad no tiene por qué significar un vínculo amoroso ni cómo tener sexo con otras personas supone prescindir ni anular el proyecto que él sigue queriendo tener con ella. Todo un melón que el director de la película abre para mostrarnos las múltiples aristas del deseo, de los sentimientos y de los cuerpos. Prisioneros todos ellos de mandatos y de expectativas, de contratos y de límites. Y, claro, el vértigo de abrir las puertas a la libertad, a que cada uno viva los deseos en función de su piel y nunca coaccionado por lo que esa vivencia pueda generar en el otro. El amor como desposesión frente a al amor como cadena. La difícil tarea de reinventarnos en clave emancipadora. Todas y todos, mujeres hombres. Mucho más cuando hemos construido nuestro horizonte de felicidad de acuerdo con los márgenes dictados por un pacto no siempre definido con libertad previa por nosotros. En este sentido, la historia de la pareja gay que se cuela en la película contada por una doctora es una bellísima fábula sobre las dificultades de conciliar amor y autonomía, y también, claro, sobre la belleza y la singularidad que suponen la piel propia, las imperfecciones que nos definen, el mapa siempre sorprendente de nuestro cuerpo que no habría de necesitar máscaras en los juegos del deseo y la comunicación amorosa.
Igual de jugosas son las conversaciones que el amigo del infiel tiene con su hijo adolescente, al que vemos atravesado ya por otro tipo de masculinidad y al que detectamos algo más liberado del autocontrol viril que no nos permite escucharnos a nosotros mismos y que tan complicado nos pone empatizar. En apenas tres detalles contemplamos en el jovencito una fuga de jaula de la virilidad. Así vemos cómo es capaz de verbalizar la angustia que le supone no ser el mejor del grupo, o cómo escucha y entiende los dolores menstruales de una amiga, y hasta cómo cose con esmero el traje que el padre lucirá en un concierto. Frente a ese padre absolutamente tensionado por las reglas que le han marcado de manera rígida, y no solo las de su género sino también las de un cristianismo que para él es parte esencial de su mirada moral ante el mundo, descubrimos en el hijo un horizonte de posibilidad. Una ética posible de la sensibilidad, como dice Franco Berardi.
Sex, que es de esas películas que uno necesita ver más de una vez para captar todos los matices que encierran unos diálogos riquísimos y absolutamente demoledores en algunos momentos, nos habla del momento crítico que estamos atravesando mujeres y hombres en nuestras relaciones pero, sobre todo, pone el foco en cómo las expectativas de género, pero no sólo de género, nos marcan recorridos que no siempre nos conducen a la felicidad. De ahí la necesidad de salir de los armarios del autocontrol, de la contención que nos impide sentir la libertad de volar más allá de nuestros cuerpos, de los frenos que nos limitan la imaginación y que todavía hoy nos mantienen con una visión muy estrecha de lo que significa ser hombre pero también de lo que el amor y el sexo aportan a nuestra carcasa vulnerable. Algo que de manera muy bella el director parece decirnos con ese baile final en el que el padre hetero, cristiano y autocontrolado parece sentir la epifanía que supone llevar el traje cosido por el hijo. Una puerta abierta a la reinvención.
- Sex, la primera parte de la trilogía Sex, Love, Dreams, acaba de estrenarse en la plataforma FILMIN.
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