Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.
Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.
“Nunca estás seguro de tu yo verdadero salvo cuando estás solo, ¿pero quién quiere estar solo al morirse?”
Sigrid Nunez, Cuál es tu tormento
No hay película que no sea política, como no hay obra de arte que no transmita convicciones y una cierta ética. El problema es que, durante siglos, el canon masculino nos tuvo engañados en cuanto que solo identificamos como “político” aquello relacionado con los hombres, con el espacio público, con el ejercicio del poder y la autoridad. Todo lo íntimo y privado, lo doméstico y personal, quedó fuera del pacto social, diluido en ese espacio de otredad representado por las mujeres y lo femenino. Han sido necesarios siglos de lucha feminista, todavía inacabada, para que vayamos incorporando a la conciencia de lo público, y, por tanto, de lo político, todas esas dimensiones que tienen ver con la sostenibilidad de la vida, con los vínculos, con nuestra identidad relacional. Porque justamente esta es la clave última que nos enseña el feminismo: que nuestra dignidad debería sustentarse sobre la autonomía relacional o, lo que es lo mismo, en el reverso de la ilusión de autosuficiencia sobre la que elevamos la masculinidad.
La última película de Almodóvar, que tiene la gran virtud de ser como un ovillo verde del que ir tirando de muchos hilos, nos habla justamente de eso, además de por supuesto del buen morir y de cómo deberíamos integrar en el sentido de la vida ese momento en el que seguramente nos sentiremos más solos que nunca. Escribe Sigrid Nunez, en la novela que le ha servido al manchego de punto de partida, que “la muerte nos llega a todos, pero sigue siendo la experiencia humana más solitaria, la que nos separa en lugar de unirnos”. La habitación de al lado se rebela contra esa sentencia y nos ofrece una ventana abierta a otra posibilidad. Un horizonte en el que es posible el cuidado, la bondad y la conversación sin juicios. Donde dos mujeres – y no es casual que sean dos mujeres – son capaces de inventar un vínculo que nace de la desesperanza para crecer hacia justo lo contrario. En este sentido, la película no es solo el relato de cómo Martha, el personaje que interpreta Tilda Swinton, encara el final de sus días, sino también de cómo Ingrid, la amiga que tiene el rostro de Julianne Moore, supera miedos y se arma de esperanza para seguir viviendo. Haciendo de la memoria, y de los vínculos vueltos a coser, motivos más que suficientes para el presente. Este proceso, lento y con aristas de esas que rajan la piel como cuando a veces nos rozamos la yema del dedo con una hoja de papel, es contado por Almodóvar con una sobriedad inusual en él, tanta que a veces roza la frialdad, pero que, sin embargo, consigue que vayamos recorriendo con esas dos mujeres un campo de minas emocional.
A diferencia de algunas de sus películas más recientes y fallidas, el director de Hable con ella apuesta por removernos con abrazos y “microsacudidas” que, poco a poco, hacen que nos pongamos en la piel de las protagonistas. Todo ello, intencionadamente, con una apuesta por la belleza que nos reconcilia, a pesar de todo, con la vida. Con la fugacidad de la vida. Los colores del bosque, la nieve rosa que cae sobre los vivos y los muertos, la casa como arquitectura del cuidado, la literatura y el cine siempre sanadores, los pájaros que cantan, las conexiones casi mágicas con mujeres con piedras en los bolsillos. Dora Carrington, Virginia Woolf. Las malas madres y las mujeres sin maternidad. Una sábana hecha de retales preciosos que parecen cosidos, entre otras agujas, por la música bellísima de Alberto Iglesias. Y, claro, por los rostros de dos actrices que hacen cuerpo la marejada física y emocional que las atraviesa. Todo en ellas dos, desde la piel hasta la forma de vestir, pasando por los matices de sus voces (un pecado no ver esta película en versión original), nos está contando mucho más de lo que vemos. Algo que parece más evidente y corporal en la interpretación de una desvalida y poderosa Tilda Swinton, pero que, sin embargo, adquiere mayores matices de complejidad en una Julianne Moore que nos va llevando desde las dudas al compromiso, desde la tristeza a la ira, desde el egoísmo hasta la felicidad de saberse parte de un nosotras. Solo por ellas dos, tan verde una, tan amarilla la otra, merece la pena dejarse llevar por esta fábula que, no se equivoquen, no va sobre la muerte sino más bien sobre la vida.
La habitación de al lado no es una película perfecta – el guion, como es marca de la casa, habría necesitado menos literatura y más impulso vital; sobran unos flashbacks que rompen con el tono de la película y que poco añaden a la historia principal; chirría esa poco consistente conexión entre las “guerras” vividas por Ingrid – pero es, sin duda, una de las mejores películas del manchego. Tal vez porque en ella consigue, más allá de contarnos una historia, transmitirnos un estado de ánimo, hablarnos del aquí y del ahora, de un mundo desesperanzado y en el que cuesta tanto vislumbrar horizontes de posibilidad. Además de, por supuesto, y como es una constante en su cine, hablarnos de él mismo. De su edad, de sus fronteras, de sus precipicios.
Y sí, es una película radicalmente política, y no solo porque apunte muchas claves del presente jodido que tenemos (y que ya estaban en la novela), sino porque se atreve a mirar de frente a las angustias que hoy nos empequeñecen como ciudadanos y ciudadanas. Las que, aun proyectándose en lo más íntimo, tienen que ver con el ejercicio de nuestra autonomía, de nuestro ser soberano y con capacidad de autodeterminación, capacidades sometidas hoy a las amenazas de quienes pretenden o salvarnos o negarnos como sujetos. O las dos cosas a la vez. Ante este infierno en el que corremos el riesgo de arder, no nos queda más proyecto emancipatorio que el que nos remite a los vínculos y a la bondad, a la suma de luchas libertarias, a la sororidad entendida en clave política. Lo cual, pasa, claro está, por generar las condiciones necesarias para que ni siquiera en el momento de la muerte tengamos que renunciar a nuestra dignidad. Todo ello vivido en clave intergeneracional, porque como bien escribe Sigrid Nunez, “no puedo soportar que me marcharé y el mundo no seguirá infinitamente rico, infinitamente bello. Quítale eso y no hay consuelo”.
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Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.
Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.
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