Cordobés como el pego, nací en plena Guerra Fría y crecí durante la Paz Caliente. En 1985 vine al mundo un día después de San Valentín. Fue un mal presagio pues el amor poco me ha querido. Quizá fue porque llegué tarde. De pequeño jugaba a ser periodista y de mayor sigo con la tontería. Ahora paso también el tiempo confundido: me consideran millennial y a la vez, viejuno. Me gusta todo lo que a cualquier individuo de un siglo anterior al XXI. Desde hace unos años me soportan en CORDÓPOLIS y a partir de este momento aparezco por aquí sin saber muy bien qué contar. Por cierto, me hago llamar Rafa Ávalos y mi única idea es escribir lo que me salga del… alma.
‘Overbooking’ en el vuelo a Cuenca
Billete en mano y cara de tonto. Aunque lo segundo sólo puede intuirse. Los ojos dicen que sí, que está sumido en el desconcierto. Si jura en arameo ya no es posible saberlo con la mascarilla. Mira el reloj y da vueltas como un pato mareado. Todavía resuena el mensaje en su cabeza: “Estimados pasajeros del vuelo a Cuenca, sentimos comunicar que hay overbooking”. Quizá lamente además no llegar un poco antes al Aeropuerto Internacional de Córdoba, donde ahora se ve turista y sin destino. Probablemente esté enfadado consigo mismo también por no escoger una ciudad más sencilla, como París o Roma. El caso es que al pobre hombre ya no le hace tanta gracia imaginarse como Paco Martínez Soria asombrado con el mundo nuevo que descubre. Nada, tiene que aguantarse en su puñetera casa.
La escena es curiosa aunque también imposible. Es sólo una representación cómica para aliviar un poco el sonrojo por otra situación que sí es real. Usted no puede viajar a Castilla-La Mancha. Como cordobés, que es el caso, no puede hacerlo siquiera a, un poner, Málaga. Si tenía idea de pasar las vacaciones de Semana Santa en la playa, le dan por saco porque no puede. Ahora bien, igual con un poco de suerte tiene la opción de volar hasta Alemania -para eso primero hay que tener un aeropuerto a mano-. Así funciona todo en este mundo nuestro, globalizado al igual que gilipollizado. Porque el viaje entre provincias, ya no entre comunidades porque se acabó el café al que invitó Adolfo Suárez, está prohibido pero no a otros países, como mínimo de Europa. Es cierto que esto último tiene sus matices, los cuales pasean por el arco del triunfo de muchos.
Como casi desde el primer día, el sentido común es escaso. Incluso cuando una cosa llamada Covid-19, que hay quien asegura que no existe y es una mentira para tiranizar y controlar a la gente -sus víctimas son fruto de la imaginación colectiva-, sigue por ahí como Pedro por su casa. A las puertas de la denominada cuarta ola -vaya, hombre, sin playa pero con olas- de la pandemia, la Comisión Europea recomendó que no hubiera cierre de fronteras. Y España, que es un país obediente, aceptó. En teoría las llegadas y las salidas debían ser sólo las esenciales: es decir, nada de turismo, que ya se sabe que es un gran invento. Sin embargo, todo se quedó en el forro de quienes mantenían una ineludible obligación de trabajar en su paseo por ciudades ajenas. Sí, hubo viajes de placer y los va a haber en lo que queda de semana. Como a buen seguro después.
El problema radica en la nula lógica de la apertura de las fronteras externas al tiempo que permanece el cierre de las internas.
Mientras, el Gobierno imposibilita el tránsito dentro del propio país. Ojo cuidado, que la medida es acertada y, es más, la que corresponde y es oportuna en este momento. El problema radica precisamente en la nula lógica que tiene la apertura de las fronteras externas al tiempo que permanece el cierre de las internas. Éste que llaman perimetral y que en verano del pasado año no era tan necesario. Había que recobrar la actividad, sobre todo porque en los hospitales había muy poca desde marzo -de 2020-. Ahora es posible ver a nacionales de China, Francia o Reino Unido con su cámara, su mapa y sus chapetas o sus pantalones cortos y calcetines hasta las rótulas con chanclas en la Judería o en la calle Larios. Quizá también, y duda no cabe en realidad, en Gran Vía. Pongamos que hablo de Madrid.
El turismo es un gran invento, don Paco, pero no para ejercerlo en nuestros adentros. Y la verdad es que jode la historia cuando uno desea una escapada. O si la necesita, más bien. Sé de uno, y no doy nombres porque no quiero señalar a nadie. Yo tenía la ilusión -coño, se me escapó- de perderme unos cuantos días en Cuenca y otros tantos en Toledo, pero tuve que quedarme con las ganas; con esa cara de imbécil que ahora no me aguanto cuando las calles son un ir y venir constante de personas. Llevo bien la espera para volver a huir de la rutina, sobre todo porque las Casas Colgadas, sólo por ejemplificar, no las van a quitar de donde llevan toda la vida. Por el contrario, revienta mis pelotas -con perdón- el hecho de que los aviones pululen por aquí y por allí o que la prudencia la utilicen muchísimos de papel higiénico durante estos días. Esto va de guardar coherencia, y a la par, desde nuestra humilde posición de votos humanos, de mantener la responsabilidad social. A todo esto, que en septiembre cuando disfruté en la monumentalidad y con la gastronomía -con unas ingestas alegremente excesivas- de Ávila, Salamanca o León, el sector turístico era una gozada en cuanto a protocolo. En fin, ojalá Córdoba tuviera aeropuerto, ya no internacional, y no una pista perfecta para el aeromodelismo.
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Cordobés como el pego, nací en plena Guerra Fría y crecí durante la Paz Caliente. En 1985 vine al mundo un día después de San Valentín. Fue un mal presagio pues el amor poco me ha querido. Quizá fue porque llegué tarde. De pequeño jugaba a ser periodista y de mayor sigo con la tontería. Ahora paso también el tiempo confundido: me consideran millennial y a la vez, viejuno. Me gusta todo lo que a cualquier individuo de un siglo anterior al XXI. Desde hace unos años me soportan en CORDÓPOLIS y a partir de este momento aparezco por aquí sin saber muy bien qué contar. Por cierto, me hago llamar Rafa Ávalos y mi única idea es escribir lo que me salga del… alma.
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