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Sobre este blog

— Y bien, ¿qué tiene que decir del procesado?

— Pues poca cosa, señoría: se dice que se le puede encontrar habitualmente en el estrado, sentado en el lado de la defensa. Abogado, graduado en filosofía, profesor e investigador universitario y esforzado karateka, se le suele ver pedaleando, casi como si de un ritual se tratara, desde su despacho hasta la Ciudad de la Justicia, la Facultad de Derecho o el tatami.

Padre de dos niñas, he leído que, además de diversos artículos, ha escrito los libros La posverdad a juicio. Un caso sin resolver (Premio Catarata de Ensayo) y Leer lo correcto. El proceso como una de las bellas artes.

— ¿Y cree que debería el jurado creer lo que nos cuente?

— Eso, señoría, ya no me corresponde a mí decidirlo. Lo que sí le puedo asegurar es que se trata de alguien que no da nada por sentado, menos aún cuando la justicia o la razón están en juego.

— Está bien. Gracias por su testimonio. Visto para sentencia.

Audiencia pública

Mazo de un juez.

Javier Vilaplana

15 de septiembre de 2025 20:15 h

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Les escribe un abogado y eso, me hago cargo, puede no querer decir gran cosa.

Un letrado —también una abogada— puede ejercer de muchas maneras su fascinante oficio en el que, en esencia, hay que tratar de arreglárselas echando mano de dos valiosos materiales de esos con los que se van haciendo los sueños o las pesadillas: la memoria y la imaginación, dos armas que, como la poesía, también están cargadas de futuro y esperanza para quien pide justicia.

Como les ocurría a los siete samuráis de la película de Kurosawa —en puridad siete ronin o samuráis sin señor—, el abogado se afana en poner su espada (léase su técnica, su arte, su compromiso) a disposición y en favor de una causa. Mas este continuo vivir en el enfrentamiento, civilizado eso sí, termina cristalizando en un modo de acercarse al mundo, en una cierta mirada que se resume en un honesto escepticismo en el que no tienen cabido ni los dogmas ni las trincheras infinitas.

En un juicio cada cual tiene su espacio y su momento para dar cuenta de sus razones, de sus circunstancias, de las causas que, en definitiva, le habrían abocado a cruzar las puertas del tribunal de justicia. Sentado en el estrado, del lado de la acusación o de la defensa, pero también en los bancos destinados a los espectadores —a la audiencia pública— se tiene la oportunidad de escuchar al otro, al que vive al margen, a quien no tiene por qué pensar, sentir o actuar como nosotros; y, les aseguro, se le puede llegar a comprender, lo que, obviamente, no quiere decir que se justifiquen sus actos. Es decir, el proceso judicial puede entenderse como el lugar donde se le cede —o mejor, no se le hurta— la voz y la palabra al acusado, lo que permite que hasta el —presunto— autor del crimen más monstruoso o terrible vuelva a tener un rostro humano, además de poder exponer su relato, contar su historia, ayudarnos a entenderlo, aunque finalmente sea condenado. No obstante, en ese esfuerzo por comprender el mal, fruto del arrojo requerido para asomarnos sin barandillas al abismo —o mirarnos sin filtros al espejo—, también aprendemos de nosotros mismos y de nuestras miserias y ello al tiempo que descubrimos —o nos confesamos— que tal vez solo el puro azar haya evitado, de momento, que quien se siente en el banquillo de los acusados sea cualquiera de nosotros, virtuosos ciudadanos.

En La Ilíada o el poema de la fuerza, la filósofa francesa Simone Weil reconoce que el sentimiento de la miseria humana —esto es, saberse vulnerable a los embates de la fuerza, la cual, por lo demás, no permanece de manera definitiva en ningún bando, de modo que quien hoy se proclama vencedor mañana puede sucumbir a cualquier derrota. El poder como algo caprichoso, volátil y efímero— es una condición de la justicia, y del amor, toda vez que al admitir que la mayor parte de lo que nos ocurre excede de nuestro control es más fácil comprender al diferente, quien, quizás, tan solo ha tenido la misma mala suerte que la esquiva fortuna, a nosotros tan ufanos, nos tiene reservada para cuando doblemos la próxima esquina.

Para reflexionar sobre esos asuntos, además de para intentar poner paz a un conflicto, también puede servir un juicio, real o metafórico: un momento para detenerse y escuchar, juzgando reposadamente y sin prejuicios.

A observar el sinuoso laberinto de la siempre sorprendente comedia humana, y a darle razones y tratar de contarla, también nos dedicamos los abogados.

Pues bien, esto venía al hilo de lo que me gustaría hablarles aquí: de mi punto de vista —parcial, curioso, problemático, perplejo, sospechoso, precario, receloso, preocupado, indignado— de algunas de las cosas que, como espectadores, pero también como acusados o defensores de causas que pudieran parecer perdidas de antemano como las treinta y dos batallas del coronel Aureliano Buendía, nos afectan o nos preocupan.

Seguro que como siempre que concurren diferentes miradas en liza existen eso que el abogado y escritor Philippe Sands llama otras “muchas perspectivas y reminiscencias distintas”, pero aquí les contaré la mía, la de un abogado situado en una parte del escenario.

Yo defiendo —o acuso—, pero no es a mí a quien le corresponde pronunciar el veredicto. A Vds. les toca la última palabra.

Visto para sentencia.

Sobre este blog

— Y bien, ¿qué tiene que decir del procesado?

— Pues poca cosa, señoría: se dice que se le puede encontrar habitualmente en el estrado, sentado en el lado de la defensa. Abogado, graduado en filosofía, profesor e investigador universitario y esforzado karateka, se le suele ver pedaleando, casi como si de un ritual se tratara, desde su despacho hasta la Ciudad de la Justicia, la Facultad de Derecho o el tatami.

Padre de dos niñas, he leído que, además de diversos artículos, ha escrito los libros La posverdad a juicio. Un caso sin resolver (Premio Catarata de Ensayo) y Leer lo correcto. El proceso como una de las bellas artes.

— ¿Y cree que debería el jurado creer lo que nos cuente?

— Eso, señoría, ya no me corresponde a mí decidirlo. Lo que sí le puedo asegurar es que se trata de alguien que no da nada por sentado, menos aún cuando la justicia o la razón están en juego.

— Está bien. Gracias por su testimonio. Visto para sentencia.

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