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La belleza y la victoria

Alfonso Alba

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"Pisalo, pisalo""

           (Carlos Bilardo. Entrenador de fútbol)

 

El 6 de febrero de 1993, el Deportivo y el Sevilla disputaban un encuentro en el estadio de Riazor. En un lance del juego, Diego Armando Maradona y Albístegui cayeron al suelo tras un fuerte encontronazo. El fisioterapeuta del Sevilla se adentró en el campo para atender al crack argentino. Cuando se acercó a él, Maradona se había incorporado sobre el terreno y el fisio vio a Albístegui sangrando. Sin dudarlo un instante, se interesó por el estado del jugador del equipo rival mientras llegaba la asistencia del Deportivo.

En la banda, Carlos Bilardo, entrenador del Sevilla, se revolvía como un animal salvaje en su jaula. “Los de colorado son los nuestros”, gritaba poseído por la ira. “Qué carajo me importa a mí el otro. Pisalo, pisalo”, clamaba vomitando espuma por la boca en referencia al jugador que sangraba sobre el campo.

Más allá del quebranto de las reglas de acentuación del imperativo, Carlos Salvador Bilardo ha representado la apoteosis de la impiedad. Es esa clase de entrenadores que han convertido la cancha en un campo de guerra sin reglas ni códigos de conducta. La única norma que ha guiado su libreto ha sido la victoria y a ella ha supeditado todas las demás variables del juego.

Durante años, el mundo estaba dividido entre menotistas y bilardistas. César Luis Menotti era el arcángel de la geometría armónica. Entendía el fútbol como un mecanismo sinfónico de piezas concordantes y dinámicas cuyo objetivo último era la belleza. Para Menotti, la victoria sin belleza era menos victoria. En el sentido filosófico de que la belleza es, quizás, la más rotunda de las victorias.

Bilardo, en cambio, está conducido por la pulsación primaria de la tribu. Los míos y los otros. Por eso, con absoluta seguridad, Menotti nunca le hubiera afeado a su fisioterapeuta haber asistido a un jugador rival que sangra sobre el terreno de juego. Ni mucho menos le hubiera implorado como un bárbaro en pie de guerra que le pisara el pescuezo mientras se retorcía herido sobre la hierba.

El poeta Marcos Ana ha muerto esta semana a los 96 años de edad. Una cuarta parte de su vida, 23 años, las vivió confinado en las cárceles franquistas de aquella España negra y vengativa. Ha tenido el triste mérito de ser el preso político más longevo de la dictadura y cuando abandonó la prisión que le robó gran parte de su vida dijo lo siguiente: “Podría describir todas las barbaridades que he sufrido con odio y con rencor pero lo hago con generosidad. Para que nadie más pase por lo que yo he pasado”.

Rita Barberá murió también víctima de un infarto a primera hora del miércoles. La senadora era el símbolo de una época que se desvanecía irremisiblemente. Sobre la ex alcaldesa de Valencia se proyectaban graves sombras de corrupción y merecía el reproche político por una gestión que era objeto de examen en los tribunales. Pero Rita Barberá es hoy un cuerpo vencido. Un ser humano derrotado que merece, al menos, un minuto de piedad. En la convicción de que la belleza reside en el juego y sus códigos éticos más allá de la derrota a ultranza del enemigo.

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