Érase una vez Fernán Núñez...
Érase una vez un niño llamado Alfonso. Ey, por ahí va: ¡Alfonso!, ¡¡Alfonsoo!!, ¡¡Alfonsooo!! #&%$@# Ejem, érase una vez un niño llamado Alfonso al que, en su pueblo, Fernán Núñez, todos lo conocían como Cuesta, su segundo apellido, por el abuelo materno, que era el taxista. Ey, Cuesta. “Ey, Alejandra”.
Este niño era un niño normal, un niño normal rural, y no un balón de fútbol. Me explico. ¿Creen ustedes en las reencarnaciones? Alfonso Alba Cuesta perfectamente podría haberse reencarnado en un balón de fútbol. Es más, si algún día muere, esto sucederá. Me explico. La gran pasión de Alfonso era jugar al fútbol. Por las mañanas asistía al colegio, la vuelta a casa, el almuerzo, las cosas normales de cada día. Ahora bien, cuando el reloj marcaba las cuatro de la tarde, eso significaba que ya tenía permiso para salir de casa: A JUGAR AL FÚTBOL. Podía pasarse horas y horas, hasta las diez de la noche o la hora de “¡¡Alfonnnsooooo!!, a casa”, que marcaba el reloj de la madre, sin caer en el más mínimo agotamiento. A este tipo de partidos lo denominaron “street soccer”, vamos, fútbol en la calle, de aquí te pillo y aquí mismo te monto una portería.
Consistían en partidos imposibles en los que participaban al mismo tiempo cincuenta niños: veinticinco contra veinticinco. En ocasiones, partidos extremos en los que no establecían sistema de juego, todos los jugadores corrían detrás del balón, y en los que el final de juego eran el agotamiento o la hora de la cena. Porque de primero a quinto de E.G.B. no se estudiaba, “yo no estudiaba, asistía a clase y eso era suficiente”.
Tan importante era el fútbol para Alfonso que recuerda un diario, objetos que solo se encuentran en las mudanzas, en el que escribió dos entradas. Una de ellas, con fecha de mil novecientos ochenta y algo, versaba así: “hoy he marcado un gol por toda la escuadra”.
La infancia de un niño rural es “libertad infinita”. Cuando estudiaba parvulitos, por ejemplo, Alfonso caminaba de una punta a otra del pueblo solo. Por la tarde sí lo recogía su abuelo, pero con tres o cuatro años su familia tenía total tanquilidad de que no le sucedería nada malo.
Desde chiquitito un niño descubre muchos enigmas de la vida en un pueblo, sabe valorar de dónde vienen las cosas, “la vida de la gente está en la infancia, todo está en la infancia”. Y los animales y las plantas crecen a la vez que tú, estás en contacto con ellos. La muerte no te la ocultan, al contrario, te familiarizan y cuando sufres una de alguien conocido te sientes más cerca de comprenderla.
“Es muy noble este niño”, decía su padre y, sin embargo, en más de un berenjenal se vio envuelto. En una ocasión, un miércoles de ceniza, salían de la Iglesia de Santa Marina, que es la Iglesia de Fernán Núñez, con la cruz aún en la frente todavía y vieron pasar un camión por delante de la puerta. Sin pensárselo más de una milésima de segundo, serían entre diez y catorce niños, empezaron a correr y se subieron en la parte de atrás hasta que llegaron a Montemayor. “¡Ueeee!”, clamor general, “hemos llegado, ueeeeeeeee”, éxito. Volvieron andando los tres kilómetros y medio que los separaban del pueblo, guiados por uno de los niños, que conocía el camino. Nadie se dio cuenta de nada, ni el camionero.
Los treinta kilómetros que distancia Fernán Núeñez de Córdoba, ahora veinticuatro con la autovía, eran toda una odisea, como una excursión. Además, cuando se viajaba a Córdoba se iba al Hospital, y había que vestirse bien porque se iba a Córdoba. Pero las excursiones chulas eran a la huerta. Su padre era agricultor y, en algunas ocasiones, primos, hermanos, amigos y su tía Feli lo acompañaban. Iban todos en un dos caballos furgoneta: sus padres en los asientos delanteros y el resto en la parte de atrás. El juego durante el trayecto era matar a las arañas que iban saliendo, “para que te hagas una idea de cómo era el coche”.
Entonces lo veía todo gigantesco y todo le parecía sorprendente. Desde la huerta, abajo, se veía todo el pueblo, arriba, con sus encantadoras casas blancas y sus tejas árabes, vistas que hoy se han convertido en asfalto y arquitectura aleatoria. Las fuentes abastecían de agua la plantación de hortalizas por la gravedad. También esto ha cambiado y la sequedad del campo solo permite sembrar trigo y girasol. Una vez recolectaban las hortalizas maduras, la abuela las vendía en el mercado de abastos, “es curioso recordar a mi padre cargando en el camión las hortalizas que más tarde mi abuela vendería”.
Durante el verano de segundo a tercero de B.U.P., Alfonso tuvo un escarmiento por sacar malas notas. Ayudaría a su padre todas las vacaciones en la huerta: mover pacas de paja de cincuenta kilos a las cinco de la tarde en una nave de uralita, “no he bebido más agua en mi vida”. Nunca más volvió a suspender una sola asignatura.
De los animales sabía bien cómo apañar los pollos. Él los sujetaba fuerte de las patas para que la abuela “los abriese y les sacase las tripas y los limpiara”. Había visto en muchas ocasiones parir a las vacas, y se vio también otras tantas sorteado por los aires de mano de algún becerrito.
No obstante, los protagonistas de la historia que tiene más grabada a fuego de su infancia son los perros. Él tenía tres años y estaba en la huerta con su madre. En la huerta de al lado, separada por un camino de unos setenta metros como mucho, “o menos, cincuenta”, estaba su padre con unos primos haciendo un perol. Entonces le dijo su madre, a saber si tenía ya harta a la pobre mujer, “anda a ver a ver a papá que está allí en tal sitio”. Cuando fue para allá andando “todo chico” le saltaron unos perros. Un primo suyo tenía una “puenca”, como se dice en el pueblo a la podenca, y una perra de caza. “Lo que recuerdo perfectamente es que tenía un collar de púas” y era la líder de la manada de perros que por allí rondaban. Empezaron a correr detrás de él y cuando vio a unos ocho perros de frente, también él empezó a correr el camino de vuelta, “que yo no he corrido más en mi vida”, y corría descalzo “no sé si se me cayeron las zapatillas o es que no las llevaba”. Milagrosamente llegó a su casa. Se cerró en el lugar más alto que tenían y se sentó en el suelo hecho un ovillo. Aún parecía sentir la respiración de la perra en su cuello. Fue el padre quien le salvó de una tragedia. Desde lejos se dio cuenta de todo, tiró una piedra a la podenca y acertó en la cabeza. Lo pasaron mal “hay que ver la que se le podía haber liado al niño”, se lamentaban y alegraban al mismo tiempo por el final feliz.
En definitiva, su infancia fue muy chula. Y la adolescencia tampoco estuvo mal, “un adolescente normalito”. Le gustaba leer, el deporte, la política... ¿Perdona? La polítíca, adolescente, ¿normal? Su abuelo lo inició. Cuando tenía cuatro años lo sentaba frente al televisor para escuchar el telediario y le preguntaba “¿quién es ése?”, y él “Felipe González”, y el abuelo “¿y ése?”, y él “Ronald Reagan”. Un día, en uno de esos telediarios, Manuel Fraga dijo: “nosotros somos el pueblo”. Y él se sorprendió muchísimo: “pero el pueblo es esto, ¿no?”. Alfonso se refería a Fernán Núñez. Entonces preguntó a su padre si Fraga se refería al pueblo, a su pueblo, y su padre le respondió: “claro, Fernán Núñez, éste es el pueblo del que habla”. Le estaba vacilando, riéndose, pero es que para Alfonso no existía otro mundo que no fuera el pueblo.
Las tradiciones nunca han sido santo muy de su devoción, nunca mejor dicho, pero la fiesta, así en general, no le disgustaba en absoluto por lo que, como todos los adolescentes, estaba contando los días para que llegase agosto y con él su Feria. Luego estaba la romería de San Isidro, patrón del campo, el quince de mayo. Nunca participaba de las procesiones ni nada de eso pero un año, como excepción, su pandilla diseñó una carroza que mostraba todo lo contrario a las habituales. Le pusieron un nombre atrevido para los tiempos: “San Isidro punto com”, cree recordar, y la música que se escuchaba en ella no era la de las sevillanas, que estaba prohibida en su carreta, sino la de grupos como Los Héroes del Silencio, Ska-P y Iron Maiden. Imaginaos la interferencia: “mira la cara a cara... que yo no tengo la culpa de verte caaaaaaeeerrrr”, “algo se muere en el alma cuando... i danced with the dead”.
Los tiempos han cambiado, y los espacios, incluso él, pero los recuerdos permanecen intactos, y el poso de la infancia, “que todo lo es en una persona”, sigue haciendo de las suyas: son las cinco de la mañana y un niño de unos cinco años acompaña a papá a regar la huerta, viste una camisa de manga corta del padre que casi le cubre los codos, se desperezan los gallos, ponen las gallinas, se remueven las vacas. Hoy será un día de sol, bicicletas, canicas y, como no, de fútbol.
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