Érase una vez Belmez...
Érase una vez una niña llamada María de padres belmezanos, abuelos belmezanos, bisabuelos belmezanos, belmezana ella. A los cinco años, sin embargo, destinaron a su padre de Belmez a otro municipio en su función de juez. Y digo Belmez, pueblo agudo acabado en -z, “que Belmez será Bélmez cuando Jerez sea Jérez”. Volvían a la finca del abuelo muy de vez en cuando, por eso los recuerdos están algo difusos. Para colmo, les pilló de por medio la Guerra Civil, que los afincó en Cordoba durante años desde su partida en septiembre del año 1935.
Por todo esto y porque la tierra siempre tira, María dedicó su tesina al pueblo: “Geografía Humana y Económica”. Fue una de las primeras estudiantes que en Córdoba escribían la escribía porque hasta entonces se estilaba la reválida. Con la ayuda de su abuelo, que llevaba minas de carbón, detalló la forma de vida de los mineros, cómo el pueblo se fue poblando poco a poco con éstos, la diferencia tan grande que había con respecto al grupo de agricultores y ganaderos. Los primeros abastecían sus casas con el cultivo de las huertas, otros eran los dueños de las tierras y llevaban más ganado. La carne, por ejemplo, no era algo que se utilizara mucho entre agricultores. Luego empezaron las matanzas y así el minero podía participar también del embutido, que se llevaba para el almuerzo. Las matanzas se convirtieron en algo grande. Los alimentos resultantes se dejaban secar en el doblao de la casa donde también colgaban melones que duraban hasta el día de Navidad. Un potaje no había forma de calentarlo en la mina, así que hasta en el modo de alimentación se diferenciaban.
Las minas, recuerda, tienen en la actualidad un aspecto diferente. Antes construían galerías y “ahora da pena ver el ambiente porque ves el hueco”, son excavaciones al aire libre y para eso tienes que hacer hondonadas grandes. Una de las cosas más características en las minas es la prohibición grande de fumar, pero algunos fumaban a pesar del peligro que suponía. El cigarro lo encendían con la lámpara con la que se alumbraban, lo que podía ocasionar una explosión. Cuando entraban por la mañana, al comienzo de la jornada, el capataz prendía y echaba una pequeña mecha para comprobar que no hubiese escape de gases. Que había, se salían. Que no, a trabajar se ha dicho.
A pesar de salir tan joven de Belmez, y aunque ella declare lo contrario, María tiene muchos recuerdos de su infancia. Lo primero que se le viene a la cabeza es el río “Albardao, que se llamaba” y las chicas de la casa lavando la ropa en la orilla, “incluso la tendían en la hierba y se la llevaban ya seca”. Había una parte del Guadiato que pasaba cerca donde se bañaban algunas veces porque había una balsa, un poco peligrosa para la edad que tenían.
En el pueblo vivía normalmente solo el abuelo, que tenía noventa años y murió con noventa y seis. En la familia todos han sido muy longevos excepto sus padres, que murieron con setenta y dos, una de las hermanas gemelas de su madre cumplió noventa y nueve y a la otra le faltaron unos días para cumplir los cien años. ¡Una de las hermanas de su abuelo llegó a a los cien! Con María sumaban nueve hermanos: dos hermanas mayores, luego un varón, ella la de más en medio, más tres varones y las dos niñas gemelas. Estaba en un sitio en el que ni con las mayores ni con las pequeñas. Muchas veces se quedaba colgada y salía con sus padres, les decía: “me voy con vosotros”, y su madre se reía “ya está aquí el ojito”.
Imagínate los juegos en esa casa, ¡si eran una pandilla! La niñas construían pesos con las cajas de crema de los zapatos: tres agujeritos a una, tres agujeritos a otra, una cuerdecita y ahí pesaban las hojas del eucalipto, que era el pescado, las piedrecitas eran el contrapeso. Los niños con las cajas de zapatos montaban carritos, con sus ruedas y todo. Las cintas de las máquinas de escribir, “el carrete, vamos” los utilizaban como yoyós. Y el diábolo se convirtió en el juego estrella, “el que tenía más habilidad lo cogía bien y el que no, no”.
Recuerda los anafres, réplicas pequeñitas de las cocinas antiguas que solían tener las castañeras o donde las mujeres hacían los jeringos. Las llenaban de carbón con mucho cuidadito y lo prendían, les daban unos garbanzos o lo que sea para que lo cocieran “y teníamos nuestros pucheritos”.
También había réplicas de vajillas de porcelana con tacitas, soperitas... una verdadera monería. Antes de que ella llegase a conocerlo, el abuelo materno regaló a sus hermanas mayores unas muñecas de porcelana que la madre guardó cuidadosamente en el armario. “¿Esto qué es? ¡?Esto no se lo he regalado yo a mis niñas para que mis niñas jueguen?!”, decía el abuelo, “ay, papá, es que son de porcelana”, la madre lamentándose. Las caritas eran de porcelana y daba una pena enorme dárselas a una criatura chica que enseguida podía quebrarlas.
Por las tardes, en lugar de quedarse en la casa, salían a pasear y a ver pasar el Saure, que era el autobús de viajeros (de la marca Saure), como una distracción enorme, “eso tenía mucha cosa”. Otras tardes iban al campo, tendían una manta y ponían su café y pan frito, “cuando desayuno pan frito por las mañanas, me acuerdo siempre de esa manta”.
Las primeras veces que volvió al pueblo fue por la Feria con dieciséis o diecisiete años. Como eran tantísimos primos hermanos, formaban rápido la fiesta en casa de los abuelos e iban a las verbenas o cosa así, pero lo vivían como otra festividad, nada especial. A veces iban en un coche particular o en el autobús pero, sobre todo, en el tren. Circulaba tan lento que podías bajarte en cualquier momento. Este tren no era un tren cualquiera, tenía una pendiente superior a la habitual, más empinada de lo normal para subir la cuesta de El Muriano, y las curvas más radio del que debían. “Vaya matraca de tren... las vías han estado funcionando hasta hace unos años y el ejército cree que alguna que otra vez también las ha usado”. Los recuerdos que conserva de las fiestas son muy familiares y entretenidos, “no como ahora son las fiestas”
Ya tiene muy poca relación con Belmez porque no vive casi nadie de la familia allí. Las cosas han cambiado en relación a lo que ella recuerda. Por ejemplo, su madre hacía en hornazo de maravilla: pan con una levadura especial en el que ponías unos huevos enteros, los metías al horno y se cocían por pascuas. Alguna vez le han traído del pueblo hornazo comprado pero no le recuerdan a los de su época, no sabe si porque su madre los hacía especiales “o a mí me parecía que eran especiales, mi madre era muy buena cocinera”. Y la vista de antes: llegando al pueblo veías la llanura grande, al fondo la mole donde está el castillo, las torretas de las minas, eso era esencia. Al cambiar la dirección de la carretera “para buscarle la cosa al castillo tienes que hacer un poco de filigrana”. Se pierden las vistas pero en el corazón siempre quedan los recuerdos del olor fuerte a petromar y la calidez de la luz no eléctrica.
Pincha y escucha una historia de las que ponen la piel de gallina: De cómo Belmez frente a Bélmez salvó una vida
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