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Érase una vez Aguilar de la Frontera...

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Alejandra Vanessa

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Érase una vez una historia para la que tienes que abrir muy grande las fosas nasales e inspirar fuerte pensando en el aroma del jazmín. Marisol, la protagonista de esta historia, era la chica de seis hermanos. Nacieron todos en Barcelona pero con tan solo tres años y poco sus padres decidieron volver al hogar, Aguilar de la Frontera. María Soledad pero Marisol, por su madrina. Sol y la chica, “aguilareña de siempre”.

Cuando llegaron al pueblo compraron una casa enorme y preciosa. Tenía un corral donde criaron animales para todos los gustos: perros, gatos, gallinas, conejos... Tan grande resultaba que, nada más entrar por la puerta, la pequeña Sol se perdió y tardaron un buen rato en encontrarla.

Si tuviera que resumir en una frase toda su infancia, escribiría “tirados en la calle jugando hasta las tantas”. Los veranos eran interminables, salían a jugar por la tarde y se acostaban a las tres de la madrugada: la pelota, la goma, las cansas... Los conocían en todo el pueblo porque siempre andaban inventando: teatrillos, venta de pulseras, boletines... Los boletines se parecían a las cometas. Tu cogías una telita, la llenabas con arena o sal, la cerrabas con una cuerda –formando un saquito– y le enganchabas tiras de papel de colores. Una vez terminado, cada cual daba vueltas a su boletín y lo lanzaba para ver cuál era el que más alto llegaba, “y con las tiras de colores quedaba muy bonito, casi una cometa pero no porque subía y bajaba”.

Sin embargo, Las olimpiadas se convirtieron en el juego estrella, casi de toda Aguilar, y niños de otros barrios se sumaban a competir. Las pruebas las realizaban en “el llanito de las descalzas”, justo al lado del convento y muy cerquita de la casa de Sol. Confeccionaban medallas con cartón para todas las clasificaciones: oro, plata y bronce; se organizaban por modalidades, cinco o seis niños para cada una: los cien metros, balonmano, salto de altura...

Y cuando la cosa estaba un poco más sosa en el llanito, Sol se cogía a las cinco o séis amigas de turno, las llevaba al “callejón” y las mangoneaba como a ella le parecía: “venga, vamos a hacer la coreografía de Madonna de tal”. No grabó videoclip o casette Madonna que no ella no memorizase, “ay, mi ídola”.

Como el convento estaba tan cerca del llanito, se turnaban para visitar a las monjas, sin entrar porque tenían clausura, y que les dieran en sobres de carta pan de ángel, que son los recortes que sobran de la Hostia Sagrada. Repartían el pan entre todos los amigos y lo comían como una chuchería exquisita.

El cole lo empezó en el castillo del pueblo, donde sólo podías cursar primero de EGB. Allí conoció a su amiga Ana, “con su pelo rubio y sus coletas”. A partir de segundo estudió en María Coronel, donde “han estado los mejores profesores”. Realizaban muchas actividades culturales y, por supuesto, ella no faltaba a ningún sarao. Además, les enseñaban valores que los acercaban a la Naturaleza a través de la extraescolar del huerto. Plantaban “nuestras cosas: lechugas, habas... con tu cardillo”.

Su clase era una clase bastante peculiar, solían salir en pandilla, como un gran batallón. En una clase de plástica confeccionaron caretas de bebé para carnaval con papel y cola, después se disfrazaron y salieron de pasacalles por el pueblo. Aunque lo habitual era dar vuelta al llano de la Coronada: arreglarte el domingo, ir a misa, pasear y hablar de los niños que te gustaban. Durante una época les dio por ir a un bar de mayores y pedirse un San Francisco, tan chuletas ellos, “no bebías alcohol, pero tu San francisco caía”.

El instituto llegó con cambios, el de niña a mujer, porque “yo era poquita cosa, enclenquita”, y con los cambios empezó a tener otras inquietudes. Quería irse, salir de Aguilar y conocer más, hacer cosas que el pueblo no le permitía, quería crecer.

Y eso que en el pueblo se lo pasó estupendamente. De los mejores recuerdos que recuerda, la infancia en el pueblo. Con nueve años conoció en el llanito a Cristina, su mejor amiga. ¡Qué digo su mejor amiga! Su hermana. Porque hay hermanas de sangre y hermanas de amistad. Una tarde hicieron un pacto en el callejón: “yo, Sol, prometo ser la madrina del hijo que tengas tú, Cristina; que yo eso del parto no lo veo muy claro”, y: “pues yo, Cristina, prometo que del hijo que tenga serás tú la madrina, Sol; y si no cumplimos que nos salga una peca amarillo chillón en la punta de la nariz”. Su amistad ha podido con el tiempo, la distancia y todos los maleficios de los adultos porque se ha hecho más fuerte y, por supuesto, Sol es más que madrina, hada madrina.

Cuando conoció a Cristina, ésta era de una clase social bastante más acomodada que la suya. Aunque vivía en Sevilla, sus abuelos maternos estaban en Aguilar y todos los veranos los visitaba durante las vacaciones. Como era hija única, Sol pasaba todo el día en la casa de los abuelos de Cristina, una impresionante casa señorial en la plaza octogonal de Aguilar de la Frontera. Iba a bañarse a la piscina y, de hecho, su abuela la enseñó a nadar un día del Carmen, como se llamaba la mujer. En la piscina jugaban al Un, dos tres... y se ponían “negras renegrías”. Para Sol la casa era una mansión, un sueño hecho realidad, una vía de escape dentro de la complicada situación económica que vivía en su propia casa. Piscina y todas las comodidades, “cuando llegaba el verano era la niña más feliz del mundo”.

Si coincidían con los días de feria, entre el seis y el diez de agosto, después del baño se vestían, se ponían guapas y “¡vámonos a la feria!”. Cuando era más pequeña volvía a casa con sus hermanos mayores, para que le diesen más permiso de hora. Primero pasaban por la caseta municipal para ver a los grupillos de amigos que tocaban. Más tarde, cambiaban a la caseta de los estudiantes y de allí no salían hasta última hora: los amigos y las amigas, los niños que le gustaban y toda la gente de Barcelona, que volvía.

La infancia te acompaña toda la vida si tú la dejas pero “las vivencias de infancia no se recuperan más”, me dice Sol mientras seguro que se recuerda del brazo de Cristina por el paseo de la Feria, cuchicheando por aquel rubio “que mira, que qué mira”. Mientras recuerda el llanito enorme, se pregunta cómo podían jugar tantos niños y no molestarse unos a otros, “cuando voy me parece pequeñísimo”.

Y no olvida a su abuela, de vuelta del trabajo de la casa de los señores, con las manos juntas, hechas un ovillo, protegiendo un puñado de jazmines, como la concha protege a la perla, con la delicadeza de las abuelas de bandera. Los deja caer con cuidado sobre la mesa y separa tres montoncitos: dos pequeños ramos que adornan el pelo de la hija y su moño redondo de abuela, y un puñado que deposita en la mesita de noche para que proteja sus sueños de los molestos mosquitos del verano.  

Pincha y escucha y huele: Tres ramitos de jazmín

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