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Veinte años en el paraíso

Elena Lázaro

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Hay un lugar en el mundo en el que los días se cuentan por empanadas. Llevamos apenas una semana y ya hemos tenido mejillón, zamburiña, bonito, pulpo y berberecho. La de xouba está el caer y, sólo si llueve demasiado, nos rendiremos a la de carne. En siete días han sido más las tardes en remojo de cintura para abajo que de cabeza a pies. Total de días de lluvia computados: 0,75. Total de tardes de baño: 4. En medio quedan los días indecisos. Los que ves empezar en calcetines y chaquetita y acabas en biquini. O viceversa. O vaya usted a saber. Depende. La única certeza son los paseos eternos. Porque sólo aquí camino despacio, muy despacio. Todo lo lento que permitan mis chanclas, incluso cuando van empapadas de lluvia.

Las rutinas incluyen cita diaria en el horno, donde puedo emplear una eternidad decidiendo qué tipo de pan elegir para el día: centeno, barra, chía, dulce, espelta… Las posibilidades para acompañar el café de pota son también infinitas: empanada de manzana, tarta de Santiago o de pera, bizcocho de nueces, de almendra, cocos… La fariña de verdad es un negocio millonario que tiñe de blanco las aceras en las madrugadas de descarga y un delito contra el tamaño de mi trasero. No hay verano que no regrese con unos kilos de sobra, pero la felicidad excedente es la que me permite resistir los once meses sin mar, sin días grises con olor a alga ni gritos de gaviota, sin noches de concierto en un antro de piedra, oscuro y húmedo.

La morriña no es exclusiva de quienes nacieron aquí. Exijo y reclamo mi dosis de nostalgia, de saudade, de suspiros por la lejanía de un terruño que teóricamente no me pertenece. Abomino de los nacionalismos, de los patriotas y de los que consideran que el parto de nuestras madres nos otorga un título de propiedad sobre la tierra ¡Y una merda!

Galicia es tan mía como de cualquiera de los africanos que trabajan en sus barcos como de los armadores como de las señoras que venden peixe na praza. Veinte veranos como jodechinchos me avalan para vocear que hasta el feísmo gallego consigue emocionarme, que suelto una lagrimilla nada más oler la celulosa de Marín y que no cambiaría una clara en el atardecer de Tuia por un mojito en el Caribe. Llegué siendo una veinteañera con sueños de independencia y me he convertido en una muller enganchada a la vida en la ría, a punto de claudicar y teñirme las nieves del tiempo, estirarme la frente y mandar al carallo a Gardel. Porque siempre siempre habré de volver.

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