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El parchís

Elena Lázaro

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Con sólo 9 años, Ana, la misma que aprendió hace unas semanas a atarse los cordones, cree tenerlo claro: si aceptas jugar al parchís, al acabar tienes que recoger las fichas. Una sencilla norma que le sirve para organizar su vida y la de quienes la rodean. Una ley que convierte en silogismo cuando la traslada a cualquier otra persona y situación. A saber:

Que su madre no quiere limpiar los excrementos del perro, ya va Ana a explicarle que si aceptó tenerlo, aunque fuera a regañadientes, tendrá que ver sus cacas como fichas de parchís y recogerlas (sic).

Que su hermana adolescente incumple las normas de uso de su teléfono, que se prepare para que su madre la mande a casa, se cuente 20 y la deje varias partidas sin tirar.

Que a su mejor amiga le toca quedársela mientras juegan al escondite, que no se empeñe en hacer de “perrito guardián” o conseguirá ser vetada por los gerifantes del Consejo de Seguridad del patio por no cumplir con las normas.

Que ella misma se salta a la torera las instrucciones de la maestra sobre las tareas, ah no, entonces no. En ese momento las fichas del parchís desaparecen.

Ana no ha terminado de echar los dientes y ya tiene armada toda una teoría vital: que los demás cumplan las normas, que alguien tendrá que ser la excepción a la regla para que ésta cobre todo su sentido.

Quizás cuando crezca entienda que no es la única, que somos legión quienes nos consideramos excepción y que por eso las normas han perdido su esencia.

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