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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Feliz atracón

Quien dice pavo en Pylmouth, dice lechón en Belalcázar

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Hace un par de semanas, 50 millones de criaturas murieron al otro lado del Atlántico para satisfacer el deseo de celebración de los habitantes de un país que no es un país, sino la suma de una barbaridad de ellos y la unión, bueno, unión no, mezcla, de un sinfín de identidades, orígenes y realidades. Un país que no es un país, sino un gigante.

50 millones de aves cocinadas al unísono para festejar “Acción de gracias”, mejor, Thanksgiving, que a nadie se le ocurriría traducir los sanfermines, las fallas o Feria de Abril. Esa celebración de la que sólo nos han enseñado lo que vemos en las películas, sin más contexto ni argumento que una comilona en familia en la que según la imaginación del guionista pueden ocurrir cosas más o menos interesantes. Una fiesta sobre la que nos hemos montado nuestra propia película mientras Estados Unidos mantiene un interesante debate entre quienes defienden la idealización de un edulcorado encuentro entre colonos e indígenas y quienes se niegan a celebrar el genocidio y la destrucción cultural que la Europa del norte impuso en aquella parte del nuevo continente.

Y enmedio, eso que les cuento, los que andábamos con nuestra película y el postureo del #YankisGoHome, menospreciando una celebración de la que ignoramos absolutamente todo, hasta que un estadounidense se cruce en tu vida. El que acaba de aparecer en la mía y de un grupo de amigos mide cosa de dos metros y devora libros a un ritmo que exigiría diez Amazonas si leyésemos todos así. 

Ocurrió hace un par de semanas y no hubo pavo, sino lechón, pero como tampoco estábamos en Plymouth, sino en Belalcázar y Biden no nos vigilaba nos limitamos a lo esencial de la fiesta: sentarte en torno a una mesa a conversar, comer, beber y reír. Hasta ahí, el guión lo podría haber escrito Azcona y no hubiera pasado nada. Pero Chris intervino, nos explicó de qué iba en realidad esto del thanksgiving e hicimos una ronda para que cada cual agradeciera públicamente lo que le apeteciera y entonces la cosa nos quedó más propia de Frank Capra. Escuchando al grupo entendí lo de la falta de imaginación de los guionistas. Al final, preguntados por lo que nos sentimos afortunadas las respuestas son bastante simplonas: con vivir ya nos llega (lo dicho, Capra). Afortunadamente para nuestra reputación juerguista el vino estaba incluido en la celebración y el almuerzo derivó en escenas surrealistas más propias de José Luis Cuerda. 

En pleno Puente de la Constitución, es decir, justo en el pistoletazo de salida de los atracones navideños que se nos vienen encima; angustiada por una agenda que exige un fondo de armario que ríete de Mortadelo; a pocos días de las quedadas con los compañeros de empresa, las amigas de siempre, las maduritas, la panda del gimnasio, la del club de lectura, la de los primos maternos, la de los primos paternos; en estas navidades que deberían contar doble para quienes decidamos no usar la Ómicron como excusa, me ha dado por pensar en los pavos y lechones muertos. He empatizado tanto que me he imaginado como uno de ellos, trinchada en mitad de una reunión familiar, con el hígado hecho paté y el cerebro frito de tanto intentar mantener una conversación coherente en plena intoxicación etílica.

Por eso, si sobreviven, nos vemos el 7 de enero y volvemos a agradecer todo lo que haga falta. Hasta entonces, feliz atracón.

  

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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