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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Califato 3/4: Baila o revienta

En los festivales pandémicos nadie se mueve de la silla

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No es que quieras o no. No es que se permita o no. Como tantas cosas que ocurren desde el Apocalipsis de 2020, bailar ha dejado de ser una cuestión voluntaria. En realidad nunca lo fue. Nuestro cerebro viene equipado de serie para dejarse llevar por los sonidos que mantienen una frecuencia y una melodía, en definitiva, un ritmo determinado. Lo midieron antes del fin del mundo en la Western Sidney University y quien dirigió el estudio lo explicó en este artículo. 

El problema al que nos enfrentamos ahora es que después de la hecatombe ya da igual que tu cerebro ordene a tu cuerpo moverse. Como se te ocurra hacerlo fuera de casa corres el riesgo de que te saquen del local, un guardia de seguridad te dé un toque o, como ocurrió la noche del jueves en los conciertos de la pradera del Centro de Arte Contemporáneo de Sevilla, el grupo estrella de la noche tenga que pasar medio espectáculo pidiendo calma cuando su música y su letra hacen todo lo contrario. 

“Si nos queréis, sentarse”. 

Ése fue el grito de guerra de Manuel Chaparro, uno de los integrantes de la banda andaluza Califato ¾, durante su actuación en el festival Pop CAAC 2021. Lo que resultó verdaderamente poético para un grupo que concluye sus conciertos con una versión propia del himno andaluz. “Si nos queréis sentarse, pero andaluces levantaos”. Y eso hicimos las casi dos mil almas que ocupamos las sillas del festival. Quererles, levantarnos y bailar por turnos.

Me encantaría saber cómo les fue dos días antes en Pamplona porque con unas referencias como las de Califato, basadas en una identidad andaluza, popular y de barrio, me da en la nariz que los vigilantes de seguridad navarros tuvieron algo menos de trabajo. Porque “lo andaluz” que reivindican en sus letras tiene poco que ver con la imagen folclórica que convirtió Andalucía en un producto exportable a todo el país. Como escribió Juan Velasco, en la música de Califato hay una “dignificación del sonido de la periferia de lo cool”, pero es que además hay una reivindicación de “lo cani” que hace complicado imaginar a miles de pamplonicas bailando, tratando de mantener el compás con las palmas o gritando “Gora la mare que te parió”. Hay que haber mamado mucho barrio y bastante Sevilla para entender buena parte de su discurso, pero el caso es que arrasan a un lado y otro de Despeñaperros. 

Jugando en casa como hicieron el jueves, el dispositivo montado por la organización casi no daba abasto para recordar al personal que en la nueva vida no vale saltar y restregarse con el de al lado. Que ahora hay que divertirse según dicte el BOE. Y el caso es que nadie lo intentó. Como si lleváramos toda la vida bailando en medio metro cuadrado, todo el mundo se movía pegado a su silla, pero había algo en el ambiente (léase unas exageradas ganas de diversión) que hacía pensar que al más mínimo despiste podría dejar de ser así.  

En mi caso el jueves bailé, bailé como una energúmena y mi cerebro me perdonó el inhumano ejercicio de contención en el que lo he mantenido durante un año y cinco meses exactos. Desde el 29 de febrero de 2020 en un pueblo perdido de Soria no bailaba como lo hice la noche del jueves. Y doy fe de que pocos momentos tan felices como ése en todo este tiempo. Antes que Califato habían calentado el ambiente Skinnybone Love y la impresionante Dalila -con ella llegaron los primeros saltos de la silla- y antes que ellos día y medio de playa con una buena amiga, probablemente la más divertida y ocurrente de todas (las demás sabrán disculparme). Mimbres de sobra para acabar en el subidón de euforia y risas. 

Visto el momento desde la serenidad del día después trato de entender cómo y por qué la música de Califato ¾ logró regalarme uno de los mejores momentos de este año verdaderamente mierder que llevamos. Del análisis observacional deduzco rápidamente que:

1. La música electrónica ataca como pocos ritmos a los centros neuronales que estudiaron los australianos de los que hablaba antes porque es imposible escucharla y no moverse.

2. Por mucho que me haya convertido en una doña seria y responsable, sólo necesito que alguien me toque las palmas para resucitar a la tarada de barrio que llevo dentro. 

3. No hay mejor vacuna contra una pandemia que bailar hasta reventar.

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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