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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Un abrazo desde “El Bloque”

Manuel "Manue" Martínez

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Dicen quienes saben o al menos intentan saber, que las primeras décadas del siglo XXI tienen un aire a los años 60 del siglo anterior. No es porque hayan vuelto los pantalones de campana ni porque haya quien siga versioneando a The Beattles ni siquiera por la hierba que pueda fumar el personal. Es que hay estudios que comparan los movimientos migratorios entre ciudades y regiones de los años 10 de este siglo con los anteriores. En resumen que la crisis de 2008 nos ha debido menear casi tanto como a los abuelos que en los sesenta hicieron el petate en el pueblo para ir a buscarse las habichuelas a la capital.

No sé bien a santo de qué he querido empezar esta historia con un dato así. Supongo que es una mezcla de deformación profesional -siempre buscando un paper que sostenga un argumento- y la costumbre malsana de mirar con envidia a quienes migraron del pueblo a la ciudad. Sí, tal y como suena. Siempre he envidiado a quienes viviendo en la ciudad tenían pueblo al que volver en vacaciones. Nunca he pensado en el desarraigo que sintieran o en cómo lidiaron con la exclusión a la que los urbanitas sometieron a quienes llegaban de los pueblos. ¿Hay alguna figura más injusta que la del cateto? 

Lo he vuelto a hacer. Ese dato tampoco viene a cuento. ¿O sí?

Crecí en los años ochenta viviendo en un bloque comunitario, la solución habitacional del desarrollismo más tardío para las familias recién estrenadas como clase media. Doce portales de cinco plantas cada uno con una media de tres viviendas por planta y, pongamos, un mínimo de cuatro personas por piso. Echen la cuenta y les saldrá que me crie en un recinto con más habitantes que muchos pueblos de España. El bloque, porque así lo llamábamos, “El Bloque” era el equivalente al pueblo para muchas de nosotras, con sus ventajas -la crianza salvaje en el patio comunitario- y sus inconvenientes – las envidias, los chismes… 

Imagino que nuestros padres llevarían lo suyo, pero a nosotras nos llegaba con crecer sin ser víctimas y buscar alguna que otra ocasión para ser verdugo. Me explico. Crecí siendo una de las pequeñas de mi pandilla dentro de “El Bloque”, siendo regordeta, sin el más mínimo interés por el deporte y con un montón de vello por el cuerpo. Consecuencia: era la última en ser elegida cuando se montaban los equipos para las carreras de relevos o para cualquier juego que exigiera cierta destreza física (todos) y recibí el ¿ingenioso? mote de Chita, sin que ningún Tarzán tuviera interés por mí.

Cuando eres o te sientes víctima, buscas la manera de poder ser verdugo aunque sea por una vez. Yo fui líder en el colegio y, por tanto, un poco verdugo, porque los liderazgos en la EGB se ejercían de manera tirana y el respeto se lograba si eras capaz de hacer el chiste acertado contra el débil de la clase. Pero eso ocurría en el colegio, apenas seis horas al día, cinco días a la semana. En casa, insisto, yo no era nadie. Y buscaba la manera de salir aunque fuera a escondidas de aquello.

Lo conseguí un verano. Fue el verano que logré entrar en la casa más singular de todas. El hogar que de alguna manera mirábamos con curiosidad y cierta envidia. Estaba situada en un bajo que se veía desde la cocina de la nuestra. Tenía un patio al que iba a parar la ropa si te despistabas al recogerla del tendedero, lo que brindaba una ocasión perfecta para tener excusa y tocar a su puerta. Dejé caer una de las toallas de la piscina y bajé.

- Mamá, voy a casa de Medina Azahara. Se me ha caído la toalla.

Así los conocíamos. Eran Medina Azahara. Estrictamente, sólo el padre, Manolo, pertenecía a la mítica banda de rock andaluz, pero en “El Bloque” los metíamos a todos en el saco. Su imagen rompía radicalmente con el paisaje aburguesado de la comunidad. La melena rizada y pelirroja de Manolo y los ajustados pantalones de cuero de la espigada y perfectamente maquillada Mariángeles los convertían en la pareja más original de la comunidad, pero es que además en la Córdoba de los ochenta compartir patio comunitario con un famoso te otorgaba cierto halo de misterio, pero no podíamos chulear de ello en el cole porque al fin y al cabo compartíamos aulas con sus hijos: Alicia, Mánue y Marco.

Un verano me hice amiga de Alicia. Fue el verano en el que me libré de las bromas y ninguneos de los alfa de El Bloque. Escapé del victimismo sin la presión de tener que ser líder. Nos dedicamos a lo nuestro y yo tuve la oportunidad de conocer de cerca a sus hermanos. Mánue, siempre tímido, siempre con una sonrisa, y el pequeño Marco, que acudía a clase con el babi y una chupa de cuero con cremalleras cuando apenas levantaba un metro del suelo.

Con el tiempo le perdí la pista a Alicia. Las amistades de verano son como sus amores, intensos pero breves, pero conservé el contacto con Mánue. Así, acentuando bien la “a” y sin pronunciar la “l”. Fue fácil seguirle la pista porque siguió los pasos artísticos de su padre, pero, sobre todo, porque con el paso de los años su timidez se convirtió sólo en sencillez, en cercanía.  

Estos días las redes se ha llenado de homenajes y elogios a su obra, pero a poco que rasques bajo los titulares lo más que encuentras son recuerdos cercanos de un hombre bueno, así como eran todos en el bajo de los Medina Azahara. A ellos, el abrazo desde “El Bloque”. 

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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