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Sangre y vino

Luis García

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Los grandes filmes de Hitchcock, entre ellos Encadenados, son pequeños mundos cerrados sobre sí mismos, perfectos como esferas, en cuya lógica (una sorprendente racionalidad que el orondo director descubre bajo la tela de araña de los fenómenos más irracionales), hay que penetrar y fundirse si se quieren entender plenamente las esquinas y las pautas de comportamiento de sus pobladores. Y esto no es siempre fácil. Esta perfección geométrica de los relatos de Hitchcock se percibe en el hecho de que es posible, si sabe buscarse, encontrar en ellos ciertas leyes gravitatorias muy sutiles que gobiernan la interioridad del relato, haciéndola luminosa e inteligible.

A propósito de Psicosis advertimos que todo el filme discurre alrededor de las imágenes de dos objetos muy concretos: la alcachofa de una ducha y un enorme cuchillo. Ambas imágenes, de singular fuerza magnética y terrorífica, ordenan alrededor de su inquietante influjo visual todas las escenas y secuencias, y se convierten en una especie de objetos gravitacionales, pues todo el relato gira en torno a ellos, de su influjo enrarecido y maligno. Pero la existencia de tales objetos no es un hecho aislado en esta película, sino toda una constante en la obra del genio inglés. Y es posible rastrear sus innumerables huellas.

Encadenados no es una excepción a esta regla, sino su más exacta y exhaustiva demostración. La compleja trama de la película, en la que se interfieren varios y graves ángulo de contemplación (una casi convencional tramoya de espías, un profundo y durísimo apólogo moral sobre la inocencia y la culpa, una desalmada historia de amor y otra más desalmada historia de desamor) sería literalmente desmembrada sin las sucesivas presencias gravitacionales de una perturbadora serie de objetos: un vaso de bebida alcohólica en la secuencia inicial; el llavín de una bodega combinado con una caja de botellas de champaña, en las grandes secuencias de iniciación en la intriga; una botella de vino rellena con un mineral de uranio, en el giro de la acción hacia el desenlace; y ya, en éste, la obsesiva presencia de unas tazas de café.

Merece la pena detenerse en la contemplación de dos (entre muchas) secuencias de excepcional perfección y potencia en Encadenados. Por ejemplo, la escena de amor, de erotismo tan intenso que fue reducida por la censura franquista a la tercera parte de duración de la original, entre Cary Grant, el mejor actor de la historia del cine, e Ingrid Bergman, la más bella, en el apartamento de ésta. Mientras Grant habla por teléfono, los amantes se besan una y otra vez al tiempo que sus besos son continuamente interrumpidos por la conversación de él con sus superiores, que le comunican que Bergman ha de casarse inmediatamente con otro hombre. Toda la brutal, y por indirecta más brutal aún, escena de amor y rechazo gira sobre dos objetos: el auricular del teléfono y una botella de vino que Grant ha traído en la mano para la cena, hasta el punto de que la violenta mutación de la conducta amorosa de Grant está materializada en ambos objetos. Sin ellos, el carácter cruel de su comportamiento sería inimaginable.

La otra escena es la tensa, sutil y emocionante manera que Ingrid Bergman tiene de sustraer el llavero de su marido, ese patético personaje de Alex Sebastian interpretado por el inmenso actor que fue Claude Rains. Esta secuencia es, sin aparatosos miedos, sin griterío, sin retórica alguna, la quintaesencia del llamado suspense de Hitchcock, pero al mismo tiempo que un prodigioso jugueteo del cineasta con las emociones del espectador, es un reflejo repentino y agudo como un rayo del desarreglo ético en que el personaje de la mujer está sumergido. Un simple llavín materializa todo el desgarro interior de una Ingrid Bergman que resuelve una imposible escena en estado de gracia.

Esta cadena de objetos, como dijimos a propósito de Psicosis, de anzuelos visuales aparentemente inertes, es en realidad el bisturí con el que Hitchcock taladra nuestro cerebro en busca de las raíces de las emociones y asociaciones de imágenes primordiales dentro de las que se agazapa el miedo humano, la cautela, la precaución, todo ese conjunto de respuestas interiores, casi de orden genético, que guardamos oscuramente bajo la memoria para afrontar la presencia fuera de nosotros de nuestras propias pesadillas

Por estas razones  Encadenados es una de las más perfectas películas que salió de la fértil e insólita imaginación del director que probablemente más veces, junto con Lubitsh, alcanzó la perfección. Es más que una apasionante intriga, más que un brillantísimo juego emocional, más que una tensa caja de sorpresas donde cada aceleración es un más difícil todavía.

Encadenados es eso y mucho más que eso. Acaba el filme con una de las más memorables escenas de la historia del cine, el famoso happy end en el que Grant rescata a Bergman de la boca de los lobos y que está montado sobre un atroz y frío crimen que hace de estas dos supuestas víctimas dos retorcidos verdugos. Entre el amor y el asesinato media tan sólo la vuelta de una llave, o, en el lenguaje de Henry James, el más director progenitor de Hitchcock, la vuelta de una tuerca.

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