El mensajero del miedo
La historia ha vuelto a repetirse. Esta vez en una pequeña localidad de Nueva Inglaterra, tranquila, pacífica. El hecho, espeluznante, sobrecogedor, hace que me pregunte qué ocurriría si las gentes que se sientan con nosotros en el metro, que se toman un café en la barra de un bar cualquiera, no fuesen lo que aparentan, seres anónimos con rutinas similares a las nuestras, con unos deseos y unas aspiraciones que nos resultarían, de conocerlos, perfectamente comprensibles. Qué ocurriría, me preguntaba, si detrás de su fachada de normalidad, de plausible semejanza, se escondiera un asesino. Éste es el punto de arranque de innumerables ficciones criminales, desde El fotógrafo del pánico hasta El estrangulador de Rillington Place, por poner dos ejemplos de horror altamente posible a partir del trabajo cotidiano del homicida.
Un documentalista autor de filmes para televisión, John McNaughton, se inspiró en el perfil biográfico de un asesino confeso, Henry Lee Lucas, para hacer el trabajo más apabullante sobre el tema que se ha rodado, Henry, retrato de un asesino. La película es tal vez la más insoportable que he visto jamás, si por insoportable entendemos difícil, incómodo, árido. Pero también es magistral, porque es el ejemplo más impresionante de sabiduría narrativa que haya producido el cine independiente americano en los últimos treinta años. La dificultad de la visión del film radica en una apuesta consciente de su realizador. Porque Henry, que empieza siendo un film abstracto sobre asesinatos termina siendo una soberbia y profunda reflexión sobre la tarea de visionado del espectador, que nunca pueda asirse a nada cómodo en su tarea. McNaughton no le deja ni siquiera un atisbo de identificación con su personaje principal, el asesino sin coartadas morales, y la imagen rica en texturas diferentes tampoco se revela apta para tales fines. No es formalmente bella ni artística. A veces, como en la estremecedora secuencia del asesinato familiar, se hace incluso borrosa. Pero nunca pierde, y ahí se aprecia el oficio de su autor, su carácter documental, cercano en ocasiones a una suerte de telediario estremecedor. Nunca un plano dura más de lo estrictamente necesario, y las elipsis, algunas tan brillantes como la secuencia final, dejan al espectador literalmente sin aliento. El autor no pontifica, no censura, no aprueba: sólo muestra. Y el espectador debe, si quiere, hacer su propio diagnóstico. No resulta entonces extraño que este film modélico que aparentemente aspira a poco, pero que logra nada menos que dinamitar el sentido último del espectáculo cinematográfico clásico, a saber, la identificación y el gusto por la historia, recibiera en el momento de su estreno la fatídica letra “X” por parte de la sempiterna censura norteamericana, incluso que sus responsables tardaran más de tres años en encontrar distribuidora para su exhibición.
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