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Freaks

Luis García

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Obscena. Nauseabunda. Inmoral. Éstas fueron algunas de las muchas lindezas que Freaks recibió de los críticos estadounidenses en 1932 a raíz de sus primeras proyecciones. En una de sus previews (preestrenos gratuitos en los que los estudios cazaban viandantes desprevenidos para observar sus reacciones ante un filme desconocido), la mitad de los espectadores cobayas huyó corriendo sin mirar atrás, intentando olvidar lo que regalaban en la pantalla. Y alarmado por su exceso de audacia, Irving Thalberg, el genio, el prócer de la Metro que Scott Fitzgerald resucitó en El último magnate, devolvió Freaks a la sala de montaje para que limaran sus púas. El orgullo del director, Tod Browning, no soportó la mutilación de una obra en la que se había dejado la piel y se escondió airado en su madriguera del sur. Era el tramo final de su itinerario pionero de Hollywood y forjador (está detrás de muchas máscaras de Lon Chaney y de la de Bela Drácula Lugosi) de algunos de sus monumentos de guardarropía y terror.

Pero, aunque despojada de casi media hora, Freaks siguió perturbando (no hace falta decir que a los ya perturbados) y generó tal virulenta hostilidad que en poco tiempo la condujo a los cementerios del celuloide. Fue desenterrada 22 años más tarde, en 1964, por motivos médicos: era el tiempo de la plaga mundial de deformaciones humanas generada por el medicamento Taidomida. Algún iluminado recordó que había una vieja película sobre el monstruo natural, y el filme resurgió en todo su esplendor, dejando atónitos a sus contempladores por su perfección, su humor, su desgarro, su intensa piedad y su coraje para mirar cara a cara, con estremecedora fraternidad, a la condición humana de lo monstruoso. Y de película maldita, aquella maravilla de Browning y sus quince actores deformes o tullidos, saltó a la gloria. Y ahí sigue, encaramada en el ramillete de las más grandes visiones fraternales de la poesía del cine.

Nunca su director, supremo creador de máscaras, fue más él que cuando hizo esta espeluznante y sin embargo tierna renuncia a la máscara y acudió al monstruo natural para mirarle de tú a tú, de humano a humano. Y no es casual que nos parezca más sincero su segundo Drácula, en el que Bela Lugosi es un simulador disfrazado de vampiro, que el primero, donde interpreta a Vlad Dracul en persona. El rodaje de Freaks ocurrió entre ambos Dráculas y esto hace diáfano el vuelco, que luego se alargó en la maravilla de Muñecos infernales, canto del cisne del genio de este sureño de Louisville, paisano, discípulo y luego colega de David Griffith, el que todo lo empezó, y en buena parte, su trastienda oscura, su reverso tenebroso.

Freaks invierte la metáfora del terror: destierra el maquillaje, bucea en el otro lado de Frankenstein, apoteosis del afeite. La Criatura, lo monstruoso, deja de ser una exploración del poeta en la negrura de lo imaginario y se convierte en una pesadilla viva, existente, de la naturaleza. De ahí que el hombre acobardado baje los ojos ante el punzante espejo que Browning le pone enfrente y que el hombre libre se sienta reconfortado por esta generosa e impagable contribución del cine al conocimiento de un rasgo insoslayable del verdadero, no maquillado, rostro de nuestra especie.

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