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Cuento de Navidad

Luis García

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¿Una Navidad sin recibir la visita de Frank Capra? Creo recordar que fue Juan Antonio Bardem quien acuñó la malévola expresión “nuestra abuelita Capra”, refiriéndose al cine optimista, socarrón y de soluciones milagreras de este realizador nacido en un pueblecito cercano a Palermo y que emigró con su familia a Estados Unidos cuando tenía seis años. Director famoso (dicen que el primero capaz de vender películas con su nombre) y coronel retirado, la ascensión de Frank Capra en su país de adopción responde fielmente al esquema del hombre que se ha hecho a sí mismo. Fue obrero en estudios cinematográficos, figurante, ayudante de dirección, gagman al servicio de Mack Sennet, guionista, y alcanzó su primer prestigio en la industria al dirigir El hombre cañón y Sus primeros pantalones, los dos largometrajes que más me gustan del cómico Harry Langdon.

Con el síndrome del emigrante a cuestas y su agradecimiento incondicional al país que le había brindado las oportunidades que él supo aprovechar, Capra introdujo en el cine norteamericano una especie de neorrealismo sentimental en tono de comedia que levantó la moral a una nación a la que todavía duraban los efectos de la resaca del crack económico de 1929. Aquel cine exportó la imagen de un país donde seres anónimos (encarnados, eso sí, por tipos como Gary Cooper o James Stewart) podían impartir justicia y derrotar al todopoderoso de turno.

Jimmy Stewart nunca dudó en escoger ¡Qué bello es vivir! como la mejor interpretación de su dilatada carrera cinematográfica. Actor moldeable al extremo, como lo demostraría el genio Hitchcock dando un toque de ambigüedad a sus personajes en dos obras maestras como Vértigo y La ventana indiscreta, ¡Qué bello es vivir! revela la amplitud de registro de este intérprete frágil y larguirucho, capaz de pasar (bajo la batuta de Frank Capra) de la comedia al drama con pasmosa facilidad. Que un filme agridulce sobre un ángel de segunda clase que es enviado a la Tierra para evitar que el protagonista se suicide y demostrarle que sus convecinos le aprecian y agradecen su conducta ejemplar  hoy día resulta simplemente risible, pero ello no impide que conserve intactas su ingeniosa inventiva y su frescura narrativa, y que revele claramente la habilidad y la sabiduría fílmica de Frank Capra.

El protagonista, George Bailey, tendrá la oportunidad de conocer lo que hubiera sido del mundo (su mundo inmediato) sin él. Como le dice su inefable ángel protector: “La vida de cada hombre afecta a muchas vidas, y si él no está deja un terrible hueco”. Compartamos o no esta filosofía de la vida y aceptando incluso que la película sea un nada solapado canto al conformismo, ¡Qué bello es vivir!, título ya tardío en saga milagrera de Capra, reafirma la maestría de su realizador para pasar del cine coral al cine intimista.

Rehabilitado con el paso de los años por quienes sólo vieron la superficial ternura de sus comedias mundanas, tal vez el mejor Capra se encuentre en títulos  menos conocidos por el gran público como la bastante religiosa La amargura del general Yen o en la utópica Horizontes perdidos. Puedo decir, eso sí, parodiando el título de una de sus comedias más delirantes, que al cine de Capra le sobró compasión y le faltó arsénico.

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