Apetito faústico
Empiece a ver una película, como por ejemplo Con la muerte en los talones, y empiece a sentir también el indeleble placer del poder faústico del cine. Este apetito no es una extravagancia del carácter, todo lo contrario. Se trata de un anhelo sentido por los hombres de todas las épocas y que han tratado de mitigar con los medios que en cada momento tenían disponibles. Los sueños, la intoxicación con alucinógenos con objeto de disfrutar de experiencias supranormales o los simples relatos contados al amor de la lumbre han constituido, desde los tiempos más inaugurales de nuestra especie, remedios parciales con que aplacar ese apetito faústico que nos urge a integrar en nuestras vidas, aunque sea de forma vicaria, el mayor número de experiencias, incluidas aquellas que no hemos vivido en primera persona.
Empiece a recorrer el edificio de la ONU, en Nueva York, y empiece a sentir cómo la mano experta y exquisitamente enguantada de Alfred Hitchcock va instalando un sutil narcótico en su cerebro que lo infiltra y lo invade poco a poco hasta que, sin saber cómo, se encuentra uno colgando de la nariz de Abraham Lincoln en el Monte Rushmore, en una época que no es la que a uno le ha tocado vivir y con un protagonista, Cary Grant, que, desde luego, no es usted. No obstante, esas dos horas de cine formarán ya parte de su experiencia de manera imborrable, y con esa experiencia, así enriquecida, se las verá después en su mundo cotidiano con los asuntos prácticos que se le pongan en frente.
Existen determinados comentaristas cinematográficos, mierdecillas académicas, que afirman categóricamente que la falta de accesibilidad a determinados filmes son sinónimo de calidad; que una película premiada en el festival de cine gay de Níger debe gozar de mayor respeto artístico que la última producción de Pixar. Desde luego no seré yo el que niegue que existen estímulos artísticos que son más inmediatamente disfrutables que otros; que las películas de Hitchcock son más accesibles que, por ejemplo, las de Carl Dreyer. Cierto es que hacen falta más horas de cinematógrafo para apreciar las gracias de las Páginas del libro de Satán que las de Vértigo, pero harán falta muchas habilidades de cinéfilo para advertir todas las gracias de los largometrajes de Hitchcock, debido a las muchas capas de degustación de sus películas, algunas muy externas, pero otras menos inmediatamente visibles para el disfrute ético y estético.
Poco más que contar queda en esta entrada que, con todas mis disculpas, interrumpe vuestra intimidad para comentar alguna sandez sobre esto que algún insensato calificó como arte, aunque, hay que reconocer, en ocasiones es maravilloso.
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