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Alegría

Luis García

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Bajo la supervisión de Herman Mankievicz, uno de los personajes más inconformistas que ha dado Hollywood, los Hermanos Marx habían realizado cuatro películas para la Paramount y con ellas se habían convertido en los más grandes malabaristas del absurdo y en los más anárquicos payasos de la pantalla. Pero su último film, Sopa de ganso, dirigido por Leo McCarey, no estaba teniendo en 1935 el éxito esperado. Por alguna razón, los Marx estaban perdiendo público y su contrato con la Paramount peligraba.

La fortuna (y la ludopatía) quiso que Chico fuera asiduo a las partidas de bridge organizadas por Irving Thalberg, el prodigio de la Metro, yerno y mano derecha del todopoderoso Louis B. Mayer. Cuentan las malas lenguas que las deudas de juego de Chico superaban con creces las posibilidades de hacerles frente. Fuera porque Chico convenciera a Thalberg de que la única forma de recuperar su dinero era darle trabajo o porque el ambicioso productor tuviera planes para fundar su propio estudio y quisiera empezar a fichar a estrellas, lo cierto es que, pese a la oposición de Mayer, que siempre manifestó cierta aversión hacia los Marx, éstos firmaron con la Metro, el mayor estudio de Hollywood, que se jactaba de tener “más estrellas que el firmamento” en sus instalaciones de Culver City.

El diagnóstico de Thalberg respecto a la pérdida de popularidad de los Marx fue rotundo: el público femenino no aceptaba su virulencia y su anarquía. Sus personajes, demasiado enloquecidos, resultaban antipáticos. “En una película no hacen falta tantas risas”, sentenciaba Thalberg. “Yo haré con vosotros una película que provocará la mitad de risas… y será el doble de buena que Sopa de ganso”.

Así se gestó Una noche en ópera, en la que los tres hermanos (Zeppo y Gummo habían abandonado ya la congregación marxiana) iniciaron su periplo junto a Thalberg. “El humor es una continua batalla contra la homogeneización”, manifestaba Groucho en su estupenda Memorias de un amante sarnoso. Es posible que en sus films para la Paramount habían repetido en exceso  los mismos trucos, el mismo sentimiento anárquico, el mismo “nonsense”. Por ello, su unión con la Metro, a pesar de limar las asperezas de su extravagancia humorística, les dio nuevos aires.

La renovación de los Marx llevó consigo mucha polémica. Para muchos, el hacerse tiernos, el renunciar a su humor libertario, el admitir los condicionamientos artísticos de Thalberg, les hizo perder parte de su identidad y su genio. De no existir esta película todo ello podría ser cierto, pero Una noche en la ópera es una obra redonda. Los números musicales son extraordinarios, el ritmo, aunque algo más lento de lo habitual en los Marx, tiene la cadencia justa para permitirnos la carcajada; los personajes secundarios son los mejores definidos de toda su carrera; el guión es, por primera vez y gracias a George Kaufman, una historia concreta y coherente, y los diálogos, de Morrie Ryskind,  se ajustan perfectamente a esa acracia tan característica del genial humor de estos artistas de vodevil. Por si fuera poco, Una noche en la ópera contiene la que para mí es la mejor escena cómica de la historia del cine, la de ese camarote inundado de chiflados personajes cada cual dedicado a su personal y estrambótico quehacer.

El contrato que firmaron con Thalberg, de alguna manera parodiado en la secuencia en la que Groucho y Chico actúan como “la parte contratante de la primera parte”, les permitió realizar una auténtica joya aunque, como más tarde pudimos comprobar, la  fórmula dejó de funcionar, sobre todo por lo que suponía el sometimiento a ciertas condiciones innegociables: los personajes debían hacerse tiernos, las historias debían ser más convencionales y tendrían que incluir números musicales que suavizaran el tono descarnado de sus excentricidades y dieran sosiego al espectador. Con todo, el rodaje no debió resultar excesivamente complicado para su director, Sam Wood (“El único gran director con el que nos ha tocado trabajar”). Prácticamente todas las escenas cómicas ya habían sido ensayadas e interpretadas en los escenarios, por lo que la mayor parte de las veces salían a la primera toma, y el personaje de la señora Claypool, interpretado por la maravillosa Margaret Dumont, quizá la figura más sangrientamente humillada y engañada de la historia del cine, brilla más que nunca en el celuloide marxiano.

La prematura muerte de Thalberg marcaría un punto crucial en la carrera del grupo. Sus tres siguientes películas con la Metro, bajo la fórmula inventada por el  último magnate pero sin el apoyo de éste, se rodaron con escaso presupuesto, los Marx volvieron a perder público y todo desembocó en su pronta disolución.

Pero por mucho que haya avanzado la psiquiatría, Una noche en la ópera seguirá siendo una de las mejores terapias contra la depresión que se hayan podido descubrir. La receta es un maravilloso cóctel de entretenimiento realizado con la cantidad justa de sensibilidad y una buena parte de situaciones desternillantes y asombrosos diálogos,  todo ello aderezado con la dosis justa de cursilería… y dos huevos duros.

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